Hoy es 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer, y acabo de terminar un libro. “Nueve Lunas” de la cronista peruana Gabriela Wiener cuenta mes a mes su embarazo primerizo. Un libro tradicional, esperable de una mujer escritora y a punto de ser madre, pensará alguien que no sabe que Wiener hizo su primer trío sexual alrededor de los quince años, y que en el último tiempo se gana la vida escribiendo sus aventuras sexuales, abortos y entrevistas con estrellas del porno español que al final de la conversación le eyaculan los zapatos. Es un libro hermoso. Es el sexto o séptimo que leo en dos meses, porque nunca como ahora he tenido tanto tiempo de leer. Nunca, como ahora, he estado tan sola.
Mi vuelta a Chile estuvo intensa. Era de esperarse. Al llegar tuve que reencontrarme con mi familia y amigos de toda la vida queme recibían luego de la tormenta lluviosa y cálida que fue mi vida en Buenos Aires. No es buen viajero quien no regresa y aunque me costó –aún me cuesta- ya era de volver. Mi familia reaccionó como de costumbre: no me preguntó nada. Hasta el día de hoy, a tres meses de mi arribo a Santiago, ni mi papá, ni mis hermanos, ni mi cuñada quieren saber qué pasó. He tenido que poner cara de feliz cada vez que he estado triste y cuando ellos lo ven –porque lo ven- cambian bruscamente de tema o me piden que pique un tomate. Mis amigas, en cambio, que siguieron fielmente mi teleserie, saben los detalles y siempre quieren más. Cuando hablamos de M. sacan una ira hacia él que ni yo tengo. Cuando lo ofenden yo hago como que escucho pero por mientras mi mente recuerda las caminatas por la playa junto a él, las veces que volvíamos al amanecer a nuestra casa en Macul y nos abrazábamos con la cordillera como único horizonte.
-Que conchesumadre –me dicen
-Sí, sí, terrible –les respondo yo repasando en mi cabeza los amaneceres y los anocheres con él. Tantos. Tan buenos.
Llegar y no tener casa me dolió. Volver y encontrar mis cosas en bolsas de basura me partió la cabeza. Ir al departamento en que vivimos juntos y ver las cosas de Amelié me dejó sin aire, pero de a poco fui acomodándome en esta ciudad linda, con gente que quiero.
Las primeras semanas entre reencuentros y trabajo pendiente fueron frenéticas y solo cuando volví a moverme en bicicleta por Santiago llegué a sentir paz, una extraña forma de móvil pertenencia. A pesar de eso algo de mí seguía perdida. Tomaba las calles tantas veces recorridas y me extraviaba en ellas como si fuera una extranjera. Siempre he sido desorientada geográficamente, pero esos días iniciales daba vueltas tratando de encontrar los caminos sin saber a dónde me conducía cada avenida. Algo de mi situación habitacional debe haber incidido en eso. Al volver no podía vivir de inmediato en la casa que me esperaba y otra vez tuve que alojar en una pieza de amigas que me recibieron, con la misma mochila que me acompañó por siete meses y con la sensación permanente de tener, otra vez, que migrar casi con lo puesto. Ahora ya vivo en mi casa nueva y aunque es linda y con gente muy buena, la dejaré dentro de un par de meses para habitar otra que me gusta más. Algo de partir se me hace muy fácil. Todo de volver se me vuelve complejo.
Lo que no se me hizo difícil fue volver a querer. Es un hecho: me encanta el amor y tengo el corazón blandengue. En el último tiempo que estuve en Argentina mantuve contacto por chat –Facebook, otra vez Facebook- con un chico que comenzó a gustarme. Lo había visto solo dos veces antes, pero nuestras conversaciones me entretenían y de a poco empecé a sentir eso que me pasa cuando me gusta alguien: ganas de estar. Dos semanas después de mi vuelta nos juntamos y conversamos muchas horas hasta que yo me abalancé sobre él. Con F. fue todo así, rápido, una avalancha de cuerpo y palabras. No alcancé a darme cuenta cuando ya caminábamos de la mano por la calle y nos besábamos en los semáforos rojos teniendo que poner muy juntas nuestras bicicletas para logarlo. Para mi fortuna F. era Escorpión entonces las noches eran largas y húmedas. Algunas veces llegué a asustarme de su fuerza en el sexo, y aunque a ratos deseaba más dulzura, disfruté con él cada segundo en su cama, en su living, en un bar y en mi patio.
Como buen Escorpión la previa con él era larga y gozosa. Porque si para otros hombres tocar es un medio para llegar a lo bueno, con F. tocar ES lo bueno, un fin en sí mismo. Una noche en su casa estábamos en eso, besándonos, lamiéndonos, agarrándonos todo lo que podíamos. Él me sacó delicadamente la ropa interior porque tiene esa gracia: a veces te trata como una rosa y otras como un jugoso pedazo de carne. Yo, ganosa y falocéntrica como soy, pensaba «entra, dale, entra». Pero F. no entró y en cambió ocupó sus manos enormes por largo rato. La primera vez que nos vimos –esa noche en que conversamos mucho y yo me tiré sobre él- me fue a buscar al Metro para llevarme a su casa. Ambos estábamos nerviosos por cómo sería encontrarse luego de un par de meses de coqueteo virtual. Caminamos por Matucana y él encendió un cigarrillo que ya llevaba armado. Cuando lo puso entre sus labios miré fijo el grosor de sus dedos e imaginé cuantas cosas sabría hacer con ellos. Mi imaginación quedó corta. F., a diferencia de los varones que ponen toda su energía en la potencia genital, sabía con todas las extensiones de su cuerpo presionar y soltar. Por eso ese día demoró en penetrarme, me acarició con toda la violencia y dulzura que pueden convivir en una misma persona y mantuvo sus mano que yo sentía tenía veinte dedos muy cerca de mí, como amenazando entrar. Me acuerdo que sentí que toda la sangre del cuerpo bajaba y se quedaba ahí, hecha piedra. Después introdujo sus dedos grandes y la sangre volvió a licuarse. Fue como sanar.
En vivo y por chat F. siguió alimentando mis ganas. Por Whatsapp me escribía después de cada noche que dormíamos juntos, contándome lo bien que lo había pasado conmigo. En persona nos reíamos y me acariciaba hasta que veíamos el amanecer. Me olía el cuello con tanta fuerza que sentía su succión en mi piel. El problema fue que me olió tanto que sintió mi aroma: y es que yo exudo pololeo. Al parecer luego de diez años de relación y acostumbrada a que la vida con un hombre es verse, tocarse, dormir, tomar desayuno, ir a la feria, cocinar, almorzar, conversar, ver tele, comer, acostarse, tocarse y así, por los días de los días amén, él percibió que cuando a mí me gusta alguien quiero que esté conmigo siempre. Todo el tiempo. En Buenos Aires no me ocurrió, pero con él a mi corazón le salieron ocho tentáculos llenos de ventosas que deseaban aspirarlo hasta poseerlo y que su propia alma terminara latiendo en el cajón de mi velador. Perra posesiva, dicen mis amigas que se llama. Mina encantadora y cuya gracia es el chiste cotidiano, la caricia entre el pasillo y la habitación a una hora cualquiera, dicen mis amigos hombres más benevolentes. Crisis de apego por orfandad materna temprana, le llama mi terapeuta.
Sea como sea F. no quiso que yo le sacara el corazón con una cuchara y me lo guardara como un tesoro. Es un hombre con demasiada pasión, con suficiente autonomía y con un mazo pesado para defenderse ante cualquiera que desee entrar en el terreno de su individualidad. No puse resistencia a su lejanía. No puse resistencia al hombre que amaba y que se fue casi sin explicarme luego de diez años, no iba a retener a uno que recién venía conociendo y cuando la vida ya suficientemente me ha demostrado que a veces lo que uno quiere no es lo que se necesita.
En estos días el amigo con el que vivo terminó con su novia que ama. Ya se están arreglando pero por días vi en él una cara tan triste, la concentración de la pena, la “pulpa del desamor” en su rostro, le dije la semana pasada. Una de estas tarde escuché desde mi habitación que su guitarra sacaba sonidos que no había escuchado antes. Luego de meses en que había dedicado casi toda su energía a amar, volvió a componer. Ahí estaba mi amigo, sentado bajo la tarde, solo, creando. Después de eso me di cuenta de dos cosas: la primera, ya no tengo tanta pena. Ya no se puede ver en mí la huella pesada de la tristeza. La segunda, a todos la soledad nos viene bien y el amor de pareja tal como estamos acostumbrados a vivirlo, hunde en su calor delicioso el ímpetu de ser y crear.
Por eso ahora leo, leo todo lo que pillo. También he besado a un par de machos con los que preferí no dormir. Hoy, por fin y después de bastante tiempo, sentí ese calor en las mejillas que me viene cuando necesito escribir. Ahora, de hecho, siento como baja mi temperatura y salgo de ese estado que se parece a cuando mengua la fiebre. Y aunque ayer en la noche soñé que dormía con un hombre y desperté abrazada amorosamente a mi perro (a mí me dio un poco de vergüenza, él no podía estar más feliz). Y a pesar de que hoy me picaba un punto ciego en el medio de la espalda y no pude pedirle a nadie que me aliviara –no agarré la garra de mi perro porque tengo dignidad- creo que a veces hay que estar sola para, realmente, estar aquí y estar en uno.
Algo o todo de la educación de las mujeres nos convence de que estar completas es estar con alguien: una mejor amiga, un novio, un hijo, son siempre las contrapartes sin las cuales –nos dicen y yo a veces me lo creo- no es conveniente seguir. Algo también de nuestra heterogénea educación sentimental apunta a lo mismo. La Sirenita Ariel está dispuesta a darle su voz a Úrsula a cambio despertar con el príncipe Eric, un hombre a quien le bastaba que ella cantara para quererla sin condiciones. Un charlatán. Las chicas malas de las películas se convierten en Femme Fatal succionando la potencia sexual de los hombres y así se sienten liberadas de las jaulas de una relación. Pero cuando nos damos cuenta de que el amor no es suficiente, porque el amor tiene que ver también con otras cosas –aprendizajes, etapas de la vida, conquistas de autonomía, relaciones con el apego- algo muy adentro de las piernas se nos desarma y dudamos cómo caminar, viajar, ir al cine o a un parque sin nadie
Lo que hay que abortar en este día es esa falsa ilusión de que las camas siempre son para compartirlas, todas las fiestas para conocer a alguien y las piezas de la casa solo relucen cuando están llenas de hijos. Habrá que aprender que el amor no tiene que ver solo con el amor. Y que se va a acabar. Y que no nos importa. Y que la felicidad de uno es uno. Y está adentro. Y es hoy día. Conmigo. Con nosotras. Un día a la vez.
V. de Viaje