Ariel

Ariel

Hoy es 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer, y acabo de terminar un libro. “Nueve Lunas” de la cronista peruana Gabriela Wiener cuenta mes a mes su embarazo primerizo. Un libro tradicional, esperable de una mujer escritora y a punto de ser madre, pensará alguien que no sabe que Wiener hizo su primer trío sexual alrededor de los quince años, y que en el último tiempo se gana la vida escribiendo sus aventuras sexuales, abortos y entrevistas con estrellas del porno español que al final de la conversación le eyaculan los zapatos. Es un libro hermoso. Es el sexto o séptimo que leo en dos meses, porque nunca como ahora he tenido tanto tiempo de leer. Nunca, como ahora, he estado tan sola.

Mi vuelta a Chile estuvo intensa. Era de esperarse. Al llegar tuve que reencontrarme con mi familia y amigos de toda la vida queme recibían luego de la tormenta lluviosa y cálida que fue mi vida en Buenos Aires. No es buen viajero quien no regresa y aunque me costó –aún me cuesta- ya era de volver. Mi familia reaccionó como de costumbre: no me preguntó nada. Hasta el día de hoy, a tres meses de mi arribo a Santiago, ni mi papá, ni mis hermanos, ni mi cuñada quieren saber qué pasó. He tenido que poner cara de feliz cada vez que he estado triste y cuando ellos lo ven –porque lo ven- cambian bruscamente de tema o me piden que pique un tomate. Mis amigas, en cambio, que siguieron fielmente mi teleserie, saben los detalles y siempre quieren más. Cuando hablamos de M. sacan una ira hacia él que ni yo tengo. Cuando lo ofenden yo hago como que escucho pero por mientras mi mente recuerda las caminatas por la playa junto a él, las veces que volvíamos al amanecer a nuestra casa en Macul y nos abrazábamos con la cordillera como único horizonte.

-Que conchesumadre –me dicen

-Sí, sí, terrible –les respondo yo repasando en mi cabeza los amaneceres y los anocheres con él. Tantos. Tan buenos.

Llegar y no tener casa me dolió. Volver y encontrar mis cosas en bolsas de basura me partió la cabeza. Ir al departamento en que vivimos juntos y ver las cosas de Amelié me dejó sin aire, pero de a poco fui acomodándome en esta ciudad linda, con gente que quiero.

Las primeras semanas entre reencuentros y trabajo pendiente fueron frenéticas y solo cuando volví a moverme en bicicleta por Santiago llegué a sentir paz, una extraña forma de móvil pertenencia. A pesar de eso algo de mí seguía perdida. Tomaba las calles tantas veces recorridas y me extraviaba en ellas como si fuera una extranjera. Siempre he sido desorientada geográficamente, pero esos días iniciales daba vueltas tratando de encontrar los caminos sin saber a dónde me conducía cada avenida. Algo de mi situación habitacional debe haber incidido en eso. Al volver no podía vivir de inmediato en la casa que me esperaba y otra vez tuve que alojar en una pieza de amigas que me recibieron, con la misma mochila que me acompañó por siete meses y con la sensación permanente de tener, otra vez, que migrar casi con lo puesto. Ahora ya vivo en mi casa nueva y aunque es linda y con gente muy buena, la dejaré dentro de un par de meses para habitar otra que me gusta más. Algo de partir se me hace muy fácil. Todo de volver se me vuelve complejo.

Lo que no se me hizo difícil fue volver a querer. Es un hecho: me encanta el amor y tengo el corazón blandengue. En el último tiempo que estuve en Argentina mantuve contacto por chat –Facebook, otra vez Facebook- con un chico que comenzó a gustarme. Lo había visto solo dos veces antes, pero nuestras conversaciones me entretenían y de a poco empecé a sentir eso que me pasa cuando me gusta alguien: ganas de estar. Dos semanas después de mi vuelta nos juntamos y conversamos muchas horas hasta que yo me abalancé sobre él. Con F. fue todo así, rápido, una avalancha de cuerpo y palabras. No alcancé a darme cuenta cuando ya caminábamos de la mano por la calle y nos besábamos en los semáforos rojos teniendo que poner muy juntas nuestras bicicletas para logarlo. Para mi fortuna F. era Escorpión entonces las noches eran largas y húmedas. Algunas veces llegué a asustarme de su fuerza en el sexo, y aunque a ratos deseaba más dulzura, disfruté con él cada segundo en su cama, en su living, en un bar y en mi patio.

Como buen Escorpión la previa con él era larga y gozosa. Porque si para otros hombres tocar es un medio para llegar a lo bueno, con F. tocar ES lo bueno, un fin en sí mismo. Una noche en su casa estábamos en eso, besándonos, lamiéndonos, agarrándonos todo lo que podíamos. Él me sacó delicadamente la ropa interior porque tiene esa gracia: a veces te trata como una rosa y otras como un jugoso pedazo de carne. Yo, ganosa y falocéntrica como soy, pensaba «entra, dale, entra». Pero F. no entró y en cambió ocupó sus manos enormes por largo rato. La primera vez que nos vimos –esa noche en que conversamos mucho y yo me tiré sobre él- me fue a buscar al Metro para llevarme a su casa. Ambos estábamos nerviosos por cómo sería encontrarse luego de un par de meses de coqueteo virtual. Caminamos por Matucana y él encendió un cigarrillo que ya llevaba armado. Cuando lo puso entre sus labios miré fijo el grosor de sus dedos e imaginé cuantas cosas sabría hacer con ellos. Mi imaginación quedó corta. F., a diferencia de los varones que ponen toda su energía en la potencia genital, sabía con todas las extensiones de su cuerpo presionar y soltar. Por eso ese día demoró en penetrarme, me acarició con toda la violencia y dulzura que pueden convivir en una misma persona y mantuvo sus mano que yo sentía tenía veinte dedos muy cerca de mí, como amenazando entrar. Me acuerdo que sentí que toda la sangre del cuerpo bajaba y se quedaba ahí, hecha piedra. Después introdujo sus dedos grandes y la sangre volvió a licuarse. Fue como sanar.

En vivo y por chat F. siguió alimentando mis ganas. Por Whatsapp me escribía después de cada noche que dormíamos juntos, contándome lo bien que lo había pasado conmigo. En persona nos reíamos y me acariciaba hasta que veíamos el amanecer. Me olía el cuello con tanta fuerza que sentía su succión en mi piel. El problema fue que me olió tanto que sintió mi aroma: y es que yo exudo pololeo. Al parecer luego de diez años de relación y acostumbrada a que la vida con un hombre es verse, tocarse, dormir, tomar desayuno, ir a la feria, cocinar, almorzar, conversar, ver tele, comer, acostarse, tocarse y así, por los días de los días amén, él percibió que cuando a mí me gusta alguien quiero que esté conmigo siempre. Todo el tiempo. En Buenos Aires no me ocurrió, pero con él a mi corazón le salieron ocho tentáculos llenos de ventosas que deseaban aspirarlo hasta poseerlo y que su propia alma terminara latiendo en el cajón de mi velador. Perra posesiva, dicen mis amigas que se llama. Mina encantadora y cuya gracia es el chiste cotidiano, la caricia entre el pasillo y la habitación a una hora cualquiera, dicen mis amigos hombres más benevolentes. Crisis de apego por orfandad materna temprana, le llama mi terapeuta.

Sea como sea F. no quiso que yo le sacara el corazón con una cuchara y me lo guardara como un tesoro. Es un hombre con demasiada pasión, con suficiente autonomía y con un mazo pesado para defenderse ante cualquiera que desee entrar en el terreno de su individualidad. No puse resistencia a su lejanía. No puse resistencia al hombre que amaba y que se fue casi sin explicarme luego de diez años, no iba a retener a uno que recién venía conociendo y cuando la vida ya suficientemente me ha demostrado que a veces lo que uno quiere no es lo que se necesita.

En estos días el amigo con el que vivo terminó con su novia que ama. Ya se están arreglando pero por días vi en él una cara tan triste, la concentración de la pena, la “pulpa del desamor” en su rostro, le dije la semana pasada. Una de estas tarde escuché desde mi habitación que su guitarra sacaba sonidos que no había escuchado antes. Luego de meses en que había dedicado casi toda su energía a amar, volvió a componer. Ahí estaba mi amigo, sentado bajo la tarde, solo, creando. Después de eso me di cuenta de dos cosas: la primera, ya no tengo tanta pena. Ya no se puede ver en mí la huella pesada de la tristeza. La segunda, a todos la soledad nos viene bien y el amor de pareja tal como estamos acostumbrados a vivirlo, hunde en su calor delicioso el ímpetu de ser y crear.

Por eso ahora leo, leo todo lo que pillo. También he besado a un par de machos con los que preferí no dormir. Hoy, por fin y después de bastante tiempo, sentí ese calor en las mejillas que me viene cuando necesito escribir. Ahora, de hecho, siento como baja mi temperatura y salgo de ese estado que se parece a cuando mengua la fiebre. Y aunque ayer en la noche soñé que dormía con un hombre y desperté abrazada amorosamente a mi perro (a mí me dio un poco de vergüenza, él no podía estar más feliz). Y a pesar de que hoy me picaba un punto ciego en el medio de la espalda y no pude pedirle a nadie que me aliviara –no agarré la garra de mi perro porque tengo dignidad- creo que a veces hay que estar sola para, realmente, estar aquí y estar en uno.

Algo o todo de la educación de las mujeres nos convence de que estar completas es estar con alguien: una mejor amiga, un novio, un hijo, son siempre las contrapartes sin las cuales –nos dicen y yo a veces me lo creo- no es conveniente seguir. Algo también de nuestra heterogénea educación sentimental apunta a lo mismo. La Sirenita Ariel está dispuesta a darle su voz a Úrsula a cambio despertar con el príncipe Eric, un hombre a quien le bastaba que ella cantara para quererla sin condiciones. Un charlatán. Las chicas malas de las películas se convierten en Femme Fatal succionando la potencia sexual de los hombres y así se sienten liberadas de las jaulas de una relación. Pero cuando nos damos cuenta de que el amor no es suficiente, porque el amor tiene que ver también con otras cosas –aprendizajes, etapas de la vida, conquistas de autonomía, relaciones con el apego- algo muy adentro de las piernas se nos desarma y dudamos cómo caminar, viajar, ir al cine o a un parque sin nadie

Lo que hay que abortar en este día es esa falsa ilusión de que las camas siempre son para compartirlas, todas las fiestas para conocer a alguien y las piezas de la casa solo relucen cuando están llenas de hijos. Habrá que aprender que el amor no tiene que ver solo con el amor. Y que se va a acabar. Y que no nos importa. Y que la felicidad de uno es uno. Y está adentro. Y es hoy día. Conmigo. Con nosotras. Un día a la vez.

V. de Viaje

Último capítulo: El Blog

Y pasó que un día M. se enteró del blog.

Fue el último sábado que estuve en Buenos Aires. Figuraba yo en bikini, melón con vino en mano y un cuarto de ácido en el cuerpo. Mis amigos disfrutaban en la piscina pero subí en un momento a mi pieza. Tenía mi computador prendido y ahí lo vi. M. me había mandado por Gmail el link del último capítulo: era justo el de H.

Me vino taquicardia, angustia y temor. La verdad me cagó el sábado. Salimos en la noche varios amigos y yo en bicicleta rumbo a un festival. En el camino me conversaban pero yo solo pensaba en qué haría con M., cómo le explicaría lo que había hecho y a pesar de que sabía que no había mala intención en mi escritura, imaginaba que no le sería fácil verse delatado en una página pública. Él me había pedido dos veces la última semana que nos viéramos. Quería terminar en paz y en buena onda algo que para mí era violento y sumamente doloroso. Resolví aceptar y el lunes, último día que viví en Argentina, nos juntamos en un parque.

Yo estaba nerviosa pero su sonrisa me relajó de inmediato.

-Así que V. de Viaje –me dijo riendo.

Me di cuenta que no estaba enojado y que se lo tomaba bien. No me debería haber extrañado. M. siempre fue así y esa es su mayor virtud y su peor defecto: tiene una alegría tan enorme, es tanta la sencillez de su vivir, que hace que todo sea más ligero. Tan ligero que, a veces, no se da cuenta que en su transcurrir tan liviano no toca las heridas que él mismo va dejando.

Conversamos y nos reímos, como siempre. Me asombró – y me dolió- que todavía y a pesar de todo pudiera pasarlo tan bien con él. Me dijo que me extrañaba, que se acordaba de mi risa, que pensaba en mi cuerpo.

-Porque todo estos hueones que te leen y que quizás se calientan cuando lo hacen, te imaginan V., pero yo te tuve, yo te tuve todos estos años.

No puedo negar que me sentí halagada. Me reconfortó saber que aun me recordaba. Me gustó constatar que todavía estaba presente en su vida. Me deleitó escucharlo cuando me decía que estaba linda porque cuando lo dijo me recorrió entera con la mirada. Fue como si me acariciara.

A pesar de eso me di cuenta que M. no repara totalmente en que me perdió, en que nos perdimos. Me sugirió que tuviéramos una relación buena y que no saliéramos de la vida del otro. Yo hubiera querido decirle que sí. Que una tarde cualquiera podríamos ir a tomar a cerveza y contarnos en qué estábamos. Tal vez, como era antes, saliéramos de ese bar viéndolo todo tan claro. Pero en cambio le dije lo que de verdad pienso:

-Vas a tener que acostumbrarte a que todo cuanto yo disfrute y padezca, tú no lo vas a saber. Nunca más.

M. se tapaba la cara, triste. Me dio pena pero me dio más impresión sentir que a casi seis meses de haber terminado, él todavía no aceptaba que ya no seremos parte de la vida del otro.

Pasaron las horas. Parque Centenario nos retenía entre sus brotes de primavera mientras brotaba florecida nuestra última conversación. Brotó y murió ese día, colorida, brillante, destinada a ser la flor final de nuestro árbol.

Al despedirnos nos abrazamos en una esquina de las tantas esquinas veloces de Buenos Aires. El abrazo que le di suspendió el tiempo. Mi boca quedó en su cuello como tantas veces y le murmuré en el oído: “no me quiero ir, no me quiero ir”. Él respondió lo mismo y yo tuve que sentenciar el momento:

-¿Esto es lo que tú quieres? ¿Vernos de vez en cuando, reírte como nunca y después tener que despedirnos para no dormir juntos? ¿De verdad quieres eso? ¿Puedes?

M. respondió que no.

-Yo tampoco puedo. Chao, cuídate mucho.

Crucé la calle, metí la llave en la cerradura de la puerta de mi casa y cuando miré hacia atrás esperando verlo ya no estaba. Y así han sido estos días. Ayer di el examen de grado de mi magíster. La tesis que defendí la hice con él al lado, escuchando buena parte de mis ideas. Cuando salí del examen M. no estaba ahí. Yo tenía razón: nada que disfrute o padezca él podrá verlo. Y está bien que sea así.

Esa noche fui a una fiesta con las dos amigas que me acompañaron todo el viaje. Bailé como una loca, sacándome la presión de seis meses de viaje en que cada paso que daba me alejaba medio metro de él. Hoy día la distancia es de kilómetros y un abismo lleno de cosas buenas y nuevas nos separa. Un poco borracha me fui de esa fiesta y monté mi bicicleta. Fue el trayecto más lindo que me dio Buenos Aires en todo ese tiempo. Me estiré, moví mi cuello y me deslicé en las curvas sintiéndome diestra en avanzar y dejar atrás la vida que ya no me servía.

Hice mi mochila ebria. A las tres de la mañana me metí a la piscina con una amiga. A las cuatro ya estaba lista. A las cinco pasaron a buscarme. Antes de bajar aparecieron T., el chico que me llevó a vivir a esa casa, y A. mi amiga mexicana. Me dieron un abrazo, yo los apreté con toda la fuerza que me quedaba, se me cayó una lágrima para cada uno y me subí al auto. Hubiera querido decirles que los quiero mucho, que sin ellos habría sido todo más difícil, y que en cualquier lugar del mundo nos volveremos a encontrar. No pude. Preferí irme sin hablar. Ojalá ellos lo hayan entendido con mi cuerpo chico pero fuerte tiritando entre sus brazos.

Hice la fila para confirmar mi vuelo y hablé en ella con dos niños ecuatorianos que habían participado en un campeonato de artes marciales:

-¿Qué es eso tan grande que lleva ahí? –me preguntó el más bajo de los dos.

-Una bici

-Yo pensé que era una nave –dijo mostrándome sus dientes blanquísimos.

-Es muy muy parecido a una nave, porque arriba de ella se viaja muy lejos.

Me pesaron la bici y mi equipaje. Yo tenía los sesenta dólares listos en la mano para pagar la multa por sobrepeso, esa misma que me querían cobrar en el viaje de ida y que yo me negué a cancelar despojándome de muchas cosas. Pero mi equipaje, que era bastante más que la primera vez, pesaba cinco kilos menos, como si aquello que sobraba se hubiera quedado en Buenos Aires. Me guardé la plata y entregué mi bicicleta no sin antes acariciarle las ruedas y decirle:

-Chao, Nenita, gracias, nos vemos en Santiago.

Dos horas después y luego de haber dormido sin parar, aterricé en mi ciudad. Al ver mi bici salir por la cinta rompí en llanto. Ya había llegado y ahora había que afrontar la vida que dejé acá – y que era con M.- pero esta vez estaría sola. Cargué todo en el carrito y salí buscando a mi papá. Cuando lo vi me colgué de su cuello como una niña y abrazada a su espalda llorando entre la gente llegué al estacionamiento.

-¿Cómo está mi negrita?

Yo no pude responderle. Fue como esos llantos que uno siente al caerse muy fuerte cuando se es chico y uno abre la boca pero no sale la voz. Al darme cuenta que en los brazos de mi viejo había vuelto a ser una niña, recordé una escena que siempre había querido olvidar.

Es abril del año 2001. Está mi papá sentado en la cama, con mi mamá sentada entre sus piernas apoyada en su abdomen y pecho. Eran los últimos días de su vida y ya no podía recostarse porque dejaba de respirar. Mi papá, no sé cómo, nunca lo he entendido, durmió así con ella encima todas esas noches. Una mañana, ellos en esa posición, entró mi abuelo paterno por la puerta del dormitorio y mi papá, tal como estaba, imposibilitado de moverse porque o si no su compañera de toda la vida se le iba, le extendió ambos brazos hacia arriba a mi abuelo, como pidiendo que lo cargara. Esa vez vi a mi papá, un guerrero dispuesto a dormir sentado el resto de lo que le quedara de vida, hecho un niño. Mi abuelo lo abrazó como quien arrulla a un bebe y mi papá, sin poder moverse mucho, lloró entre sus brazos.

Al recordar ese momento y verme igual de indefensa entendí que esto que vivía era una muerte. Era la muerte de M. en mi vida y la muerte de una versión de mí misma. Porque todo eso que vivimos juntos –las noches en que él me abrigaba dormido, los almuerzos de verano, las risas al unísono frente con frente, las fiestas en que yo afirmaba mi borrachera en su clavícula- todo eso, se había muerto. Yo incluso, esa V. niña, universitaria, enamorada hasta la estupidez, exploradora de las fronteras del cuerpo con M. metido adentro, todo eso también se murió en Buenos Aires. Eso es quizás lo que más cueste de una separación. Porque no solo se pierde un compañero, un amigo, un buen amante, uno pierde una forma de ser uno, un pasado en el que se fue feliz y que ya no puede ser, porque hay que cambiar y ser feliz de otra forma. Hay que morir y nacer de nuevo para ser otra mujer.

La única que manera que encontré de vivir ese duelo fue escribiendo. La pena no me salió ni hablando, ni bailando, ni estando con otros hombres. Solo frente a esta página me encontré con la tristeza de la muerte y con la posibilidad de una nueva vida. Por alguna razón que no me explico bien, mi mente tiende a pensar que ser bacán es no padecer. En el funeral de mi mamá, yo con catorce años y una familia extraviada en la incomprensión, casi no lloré y consolé a gente grande que se me caía encima de pena. Yo les palmoteaba la espalda y los convencía de que todo iba a estar bien. Y las cosas no estuvieron bien. Por varios años estuvieron muertas, podridas.

Voy entendiendo de a poco que ser fuerte, madura y feliz no es negar la tristeza. Me cuesta asumir, pero avanzo, que los años estarán llenos de estas sombras, repletos de grandes y pequeñas muertes y que las cosas, por algún tiempo, carecerán de la luz que yo tanto disfruto.

Mi manera de acercarme a esas sombras fue esta. No hallé otro modo de comunicarme conmigo misma. Si he vulnerado la privacidad de alguien, sepan perdonarme. Sepan también que me lo pregunté mucho, que nada de esto me fue sencillo ni natural. Pero sin este blog y la posibilidad que me di a mí misma de revisar semana a semana mi viaje, esta que soy yo y que ahora escribe contenta, no existiría.

Por eso doy las gracias a las 1.983 visitas que han pasado por este blog y que provienen de Chile, Argentina, Uruguay, Perú, Brasil, Inglaterra, Alemania, Italia, España, Francia (saludos, Amelié, sin rencores!) Australia, México, Colombia y Japón (Japón, conchesumadre!). Agradezco también a la revista on line La Betty Rizzo que apostó por publicar esta historia semana a semana.

Les mando un abrazo lleno de gratitud a todas las personas que los jueves en la noche y viernes en la mañana me escribían. Por alguna razón la gente no postea mucho en los blogs, pero por interno decenas de lectores me contaron qué les pasaba con cada texto. Gracias a la gente que me dijo que lloró y que al párrafo siguiente rio a carcajadas. A los que manifestaron que todas las noches de jueves esperaban ansiosos un nuevo capítulo y sufrían aguardando el siguiente. A los que me mandaron canciones y películas que les evocaban mis letras. A los que se les quemó el pan en el tostador por leerme, los que lloraron en el metro, los que les dolió la guata, los que odiaron, los que se dieron cuenta que amaban y que tenía que cuidar su amor. A quienes decidieron terminar relaciones porque advirtieron que al igual que mi historia, la propia ya no les estaba dando demasiado. Gracias a las mujeres grandes que leyeron esto y que confesaron nunca haber vivido una aventura similar, pero que de alguna manera habían viajado solas, sin hijos y sin maridos conmigo. A todos los que compartieron el link con sus amigos y en cuyos muros de Facebook pude ver que gente que no me conocía decía que no podía parar de revisar el blog. Un beso al que me dijo que con el capítulo anterior se pasó en tres estaciones del metro por ir leyéndome. Y gracias también a M. que sin saberlo me dio el mejor regalo: acompañarme todo lo que pudo y abandonarme en otro país al desconsuelo, a la pena más honda y a la libertad de crecer y cambiar.

Siento en estos momentos mucho calor. Tengo las manos calientes y sudor en el pecho. La casa en la que vivo ahora y que es la sexta del año, está sola y callada. Hace unos días vino una chica de quien yo había escuchado. La historia cuenta que anticipó un hecho muy importante en la vida de una persona. Cuando la vi le dije en broma:

-¿Puedes decirme mi futuro?

Ella dijo que no sabía leerle el futuro a la gente, pero que leía mi blog y que si me dedicaba a escribir podía hacerme famosa.

Al despedirnos le insistí en que predijera mis días:

-Ya po, dime mi futuro.

-Quizás ya te lo dije –replicó- tu futuro es escribir.

Yo no quiero ser famosa. La fama, me parece, no se condice con la calidad ni menos aun con la plenitud. Pero le haré caso: mi futuro es escribir.

F I N

V. de Viaje.

Capítulo 10 (el penúltimo): Lo dormida que estabas por dentro

Pocos días después de ese encuentro con M. tomé una decisión. Mi crónica del taller que fui a estudiar a Buenos Aires no avanzaba y no entendía por qué. Pocas cosas me producen tanto placer como escribir pero ese texto estaba paralizado. El tema no me movía, no me desataba la pasión que me genera sentarme en el escritorio y contar. Una noche mi amiga C. fue a mi casa. Tomábamos cerveza y ella contó que pronto iría a Salta al 29 Encuentro Nacional de Mujeres, un evento que reúne a cuarenta mil mujeres artistas, campesinas, intelectuales, indígenas, pobladoras y trabajadoras. C. dijo:

-Me contaron que van organizaciones católicas a oponerse a las manifestantes y rezan y entran en trance y luego se enfrentan a palos con las mujeres pro aborto.

-¿Y qué hacen las abortistas? –le pregunté asombrada.

-Se sacan la ropa, el sostén y les muestran las tetas.

C. continuó relatándonos lo que sabía del Encuentro y de pronto yo grité.

-Ayyyyy, que ganas de ir a eso, me muero de ganas.

T., mi amigo que no habla mucho pero que me dio muchas respuestas mientras vivimos juntos, dijo como quien dice algo normal, evidente, como quien dice el cielo es azul:

-Y, hacelo crónica.

Yo me levanté del sillón, cerveza en mano y le propuse a C.

-Vámonos, voy contigo y escribo mi crónica sobre eso.

Dos semanas después yo caminaba hacia un bus repleto de mujeres de organizaciones barriales y estudiantiles. Cuando cruzaba el Barrio de Once para abordarlo paré en una luz roja y me pegó el viento en el pecho: “Esto es la libertad”. Eso me acuerdo que pensé.

Viajé 23 horas desde Buenos Aires hasta Salta con C., un grupo de chilenas y mujeres que no conocía. En una de las tantas paradas que hicimos para cargar el agua del mate, ir al baño y fumar, conversé con Blanca, una mujer pobladora, con la cara cortada por las arrugas y muy pocos dientes. Le pregunté si la podía entrevistar, prendí el grabador y Blanca se acomodó como una estrella de cine:

-Yo, nena, he recorrido todo el país yendo al encuentro. Fui al de Misiones, al de Tucumán, al de San Juan. Debo llevar más de diez ¿Vos fuiste a muchos también?

-No, este es el primero –le dije y me sentí disminuida. Blanca sonrió y me hizo entender que el Encuentro, además de un evento que sirve para debatir políticamente, para hablar sobre feminismo, para marcar presencia de los partidos políticos, es una oportunidad para que mujeres como ella –que por su condición socioeconómica no deben tener vacaciones- viajen juntas y conversen. Blanca terminó diciendo antes de subir otra vez al bus:

-El Encuentro, corazón, a una le cambia la vida. Te das cuenta que sos pobre, que te cagaron siempre y que si sos mujer te van a cagar por dos. Si vos viajás al Encuentro, nena, vas a ver lo dormida que estabas por dentro.

Durante esas horas, a pesar del ruido, dormí como nunca. Pasaba por arriba de mí comida, mate, gente y yo no podía despertar. Estaba agotada de cinco meses de todo: ruptura, desamor, tristeza, aprendizaje, alegría profunda, pena de nuevo.

Cuando llegamos a Salta tuvieron que remecerme para sacarme del sueño. Entramos a la escuela donde dormiríamos y en la que habitaban otras 250 mujeres. Habían seis baños sin agua, cero ducha y ninguna cocina. Nos asignaron un aula para que cuarenta personas durmiéramos. Ahí me di cuenta que el Encuentro era rudo y que había que estar a la altura. Fuimos a la plaza principal donde habían paneles, mucha propaganda, comercio ambulante y miles de personas cantando consignas feministas. En la noche el panorama cambió. El lugar se llenó del contingente más joven del Encuentro que iba a escuchar a Las Conchudas, un grupo de cumbia villera que es la banda sonora de este tipo de eventos. Nos acercamos al centro de la multitud mientras los salteños miraban con pánico.

De pronto empezó a sonar un hit argentino: “Ay, Andrea”, de la banda argentina “Pibes Chorros” y que en su versión original dice así “Ay, Andrea/ vos sí que sos ligera/Ay, Andrea/ que puta que sos/ Ay, Andrea/ te gusta la pija/ Ay, Andrea, que puta que sos/ Y te mueves así, así, así/ con las piernas abiertas/ Y te mueves así, así, así con la colita para atrás”. En medio del tumulto que gozaba la fiesta reconocí de inmediato la melodía pero advertí que la letra era otra: “Ay, Andrea/ hacete feminista/ Ay, Andrea/podés elegir vos./Y te mueves así, así, así/ con las piernas peludas/Y te mueves así, así, así/ Y no te importa el qué dirán”.

El lugar se encendió, muchas chicas se besaron entre ellas y desde arriba de la pérgola una pareja se retiró para que su hijo no viera eso ni nada más. La fiesta estalló cuando la cumbia villera titulada “Qué calor”, otra vez de los “Pibes Chorros”, fue nuevamente modificada porque ya no decía “Qué calor, qué calor, o-e-o/ que calor que tengo yo/que levante las manos, como yo/ el que quiere un vino en cartón”. Por un segundo creí que la versión original había quedado intacta, pero vi que todas levantaban las manos y cantaban al unísono: “Qué calor, qué calor, o-e-o/ qué calor que tengo yo/que levante las manos, como yo/ la que quiera Misoprostol/la que quiera Misoprostol”. El Misoprostol es el medicamento que se administra para abortar y que en países como Argentina y Chile, es ilegal.

Bailamos con C. y las otras chicas, enloquecidas, contentas, al mismo tiempo conversábamos con gente y nos daban cerveza que se nos caía en el cuerpo pero no importaba. No importaba tampoco que al salir de la escuela hubiera pasado un auto lleno de hombres jóvenes que al vernos nos gritaron:

-¡¡¡Vení, preciosa, vení!! –mientras se apuntaban el miembro con toda la vulgaridad del mundo.

Ante eso una amiga les levantó el dedo del medio y de ser preciosas pasamos a ser algo muy distinto:

-¡¡¡Puta, eso es lo que sos, una puta, una hija de puta!!!

No importaba. Toda la violencia que como mujeres hemos recibido tantas veces se nos fue en el baile. A mí se me fue, además, la pena y me vino, en cambio, una sensación de increíble propiedad de mí misma. Porque cuando decidí viajar no lo conversé con nadie, solo conmigo. Esa fue una de las tantas veces en que, al fin, me sentí dueña de mis pasos.

Al otro día fuimos a la marcha donde decenas de miles de minas cantaban, bailaban y se pintaban el cuerpo. Con C.  estuvimos con la facción más radical: un grupo de chicas con el torso descubierto, encapuchadas y que acompañaban a una virgen en zancos y embarazada. Dimos vueltas por Salta hacia la plaza esperando que sucediera lo que caracteriza al Encuentro; que al frente de la catedral se prenda fuego y mujeres de todos los tipos se saquen la ropa en señal de rechazo a la intromisión de la iglesia en asuntos como la despenalización del aborto o la aprobación de la educación sexual.

-¿Tetazo? –me preguntó C.

-Tetazo –le respondí y calladitas muertas de risa quedamos en polera y sin sostén.

Luego de cuatro horas de caminar por Salta llegamos a la plaza pero no pasaba nada. Por un momento nos entristecimos pensando que nada de lo entretenido ocurriría, pero de un segundo a otro entró una gran masa de mujeres corriendo. Nosotras, muy chilenamente, salimos despavoridas esperando los palos de las Fuerzas Especiales de la policía. Con C. nos ubicamos con la mirada y gritamos “Cooooorre”, llenas de miedo. A mí me dio taquicardia. De pronto miramos hacia atrás y vimos que todas entraban a la plaza, pero riendo, sin miedo. Ahí nos dimos cuenta que no éramos perseguidas Era, lejos de ser un momento para ser reprimidas, un momento para ser libres. Nos abrazamos y yo quise llorar. Me di cuenta de todo el miedo que tengo adentro, percibí cómo varias marchas en Santiago me han dejado programada para correr llena de temor.

Con C., ya despojadas del pánico  nos fuimos al centro de la manifestación, pero entre tanto empujón nos perdimos. Las chicas en tetas rodearon a la virgen embarazada y ella se pinchó el vientre con un globo. De entre sus piernas salió una gran tira de plástico rojo y con esa huincha sanguinolenta se hizo un enorme círculo. Dentro de él prendieron una hoguera y yo no sé cómo, pero una de las encapuchadas me tomó de la mano y me llevó a formar una ronda alrededor del fuego. Estuve tan cerca de las llamas que me miré por dentro de la polera y una gotita de sudor que al no encontrar sostén que detuviera su camino me siguió derecho hasta la pelvis. Me entregaron un papel, me llevaron de la mano a un grupo, nos hicieron sentarnos y nos indicaron que todos leyéramos al unísono las líneas que decían lo siguiente y que se llamaban “Conjuro Colectivo”: “Somos la putas de Jerusalén, las conquistadas de Tenochtitlán, las desaparecidas de Latinoamérica, somos las campesinas olvidadas, somos las brujas de Salem, somos el grito y la rebelión, somos el fuego y la revolución, el llanto que grito de guerrera se volvió, la fuerza de la tierra, el canto de la vida digna”.

Gritamos eso todas sentadas en el suelo, hechas una masa. El fuego ardía y con el resplandor parecía que la fachada de la iglesia se quemaba.

El grupo se deshizo y sin buscarlo encontré a C. Nos abrazamos con inmenso cariño y procedimos. Tratamos de cubrirnos la cara como pudimos, aunque más que encapuchadas parecíamos odaliscas y nos sacamos la polera dejando nuestros pechos al viento.

No podría decir qué sacamos con mostrar las tetas, qué conseguimos. Puedo decir, en cambio, qué pasó: fue como desvestirse después de haber subido un cerro. Sentí lo que deben sentir los futbolistas cuando después de hacer un gol y en contra de la FIFA se sacan la camiseta. Ahí deben pensar: “lo hice, ya está”. Fue también como sacarse el sostén al tener sexo, que es el gesto para decirle el otro: “dale, vamos, hasta el final”. Fue, en suma, llegar a la desnudez, ese estado en el que no importa a dónde se va, lo que importa es que se es y si está. Incluso así: sin nada.

Semi desnuda caminando entre la gente que estaba vestida, liberada del pudor, del miedo y de la tristeza tomé otra decisión. No me iría en el bus con que llegué hasta Salta. Ellos se iban antes de terminar el Encuentro y yo necesitaba quedarme hasta el final para escribir la crónica. Me prometí quedarme sola y tratar de viajar.

Así lo hice. El bus se fue y yo me quedé en Salta con poca plata y sin forma de volver a Buenos Aires. Fui al final del evento, tomé notas, hice unas cuantas entrevistas y comencé una larga peregrinación por los otros buses a ver si me podía subir a alguno que me acercara a no sé dónde.

En uno me puse a conversar con señoras de Mar del Plata. Les conté en qué andaba y una de ellas me dijo:

-Te compro tu aro, mi hija ama las calaveras.

Me negué pero al final de nuestra charla ella sacó cien pesos argentinos de su billetera, recaudó plata entre sus compañeras y me la pasó. Con eso comí dos días. Al despedirnos me abrazó y con lágrimas en los ojos terminó:

-Yo también viajé sola. Cuidate, preciosa, y escribime cuando llegués a tu destino.

Le entregué mi aro y comencé a caminar con mi mochila al hombro. No sabía bien qué hacer asi que me metí en un ciber de un barrio de la periferia salteña. Ahí le escribí a T., buscando las respuestas que él siempre me daba:

-Yo te compro un pasaje de vuelta con tarjeta. Agarrá tus cosas, ándate a Cachi y dejate de joder.

Eso me dijo y yo le hice caso.

Me fui al terminal , saqué un pasaje a Cachi y en la espera me encontré con una amiga. Me dio una lata de cerveza. Me fui a un parque, fumé marihuana y me embarqué. Partí a las 20 horas y llegué a la medianoche a un pueblo perdido entre la cordillera del norte de Argentina. Pregunté por alojamiento y llegué a una residencia barata pero perfecta.

En Cachi me quedé tres días sola. Escribí, por sobre todas las cosas escribí. Recordé en cuantos viajes quise escribir, pero como siempre viajaba con M. evitaba sacar mi libreta porque temía ser aburrida.

A la orilla de un río me encontré con un grupo de profesoras que también habían ido al Encuentro. Me invitaron a almorzar y una de ellas contó que había sido víctima de violencia por parte del padre de sus hijos. Para mi sorpresa, sus compañeras no lo sabían, porque recién en el viaje se estaban conociendo mejor. También contaron que  habían ido a un lago en el que compartieron con una mujer de ochenta años que al igual que nosotras, venía de Salta. Dijeron que todas se tiraron al agua, jugaron como niñas y la anciana al no querer mojar su ropa, y liberada de toda forma de vergüenza, se sacó lo que llevaba puesto y nadó en ropa interior.

-Eso también es el Encuentro, viste, es juntarse sin hombres, sin hijos y conversar.

Al otro día en la tarde subí un cerro sola y fui al cementerio de Cachi. Recorrí las tumbas, saqué fotos y escribí al lado de una cruz de una mujer que se llamaba Primitiva.

Las profesoras del río tenían razón.Eso también era el Encuentro. Me encontré en Salta con cuarenta mil mujeres, con mi mejor amiga del viaje al borde de una hoguera, con cuatro docentes bajo un sauce. Y me encontré, en lo alto de un cerro en Cachi, en la puerta de un cementerio, absolutamente sola, conmigo misma.

Capítulo 9: El otro vuelo

Había que hacerlo. En algún momento tenía que juntarme con M. Había que verse y decirse “Chao, que te vaya bien”. Explicar lo que hubiera que explicar, que era poco. Llorar lo que hubiera que llorar, que era mucho.

Nos pusimos de acuerdo por chat para la cita. Llegó una noche de septiembre en bicicleta y me sorprendió trabajando en mi habitación. Nos saludamos serios, no como los mejores amigos que éramos antes.

-Vamos a lo práctico ¿te parece? –dijo él.

Yo asentí pero adentro pensé: “¿lo práctico? Me rompiste el corazón, hijo de la grandísima puta, ¿qué de práctico puede haber en eso?”

Hablamos de la orden de embargo que llegó a nuestro departamento en Santiago. Era para el propietario anterior pero amenazaba nuestras cosas que ya ni siquiera compartíamos. Acordamos que amigos míos sacarían mis pocas posesiones sin que yo las pudiera embalar. Pondrían todo en cajas y se llevarían los restos que quedaban en lo que alguna vez fue mi hogar. Hasta hoy, que ya volví a Chile, voy a las casas de mis amigos y me encuentro con mis libros, mis adornos y mi ropa guardada en bolsas de basura. Todavía no las puedo reubicar, porque no tengo aun un lugar propio. Todavía no me puedo reubicar a mí misma en esta ciudad.

Después conversamos los otros temas, la ruptura, su nueva relación con Amelié, las decepciones, las críticas. Y a pesar de que me había preparado para ese encuentro y tenía una larga lista de preguntas, no me salió ninguna. Había anotado en mi mente varias interrogantes:

¿dos meses te bastaron para olvidarme?

¿antes de irte me querías?

¿te enamoraste tanto como para tirar a la basura diez años de relación?

¿por qué así, por qué no me contaste?

¿qué piensas de mí, qué te iba a quemar la casa, que la iba a asesinar a ella, que me iba a tirar al Río de La Plata?

¿tan penca me encuentras como mina?

¿no te cansa, no te agota ser tan concha de tu madre?

Me olvidé de todo eso. Fue como cuando me confesé a los doce años para hacer la primera comunión y me había armado un discurso coherente que reunía todos mis pecados: le he mentido a mis padres, he robados dulces en almacén, le he deseado la muerte a Juan Ignacio Ulloa, el compañerito más pelotudo de la clase, he deseado al hombre de la prójima, he tenido pensamientos impuros con Don Ramón, el vocalista de Tiro de Gracia y Juan Falcón. Todo eso se me borró ante el cura y terminé confesando que no me sentía digna de mis padres y de los esfuerzos que ellos hacían por mí. Él me escucho con una sonrisa cálida, me dijo que mi familia debía estar muy orgullosa y que fuera feliz.

-¿Y los castigos? ¿Cuántos Padre Nuestro debo rezar? –le pregunté con mi culpa cristiana de diez años de colegio católico.

-Ninguno, V., ninguno. Anda a jugar y sácate buenas notas.

Eso me dijo el Padre y yo me fui. Nunca más me volví a confesar.

Ante M. me pasó lo mismo. Buena parte de lo que había preparado se me olvidó. Debe ser porque estaba demasiado nerviosa, pero también porque lo vi destrozado, infinitamente débil.

No fui dura porque no me salió, ya no tenía mucho sentido gritarle “por qué, por qué así”. Tenía más sentido, en cambio, hablar de que así tenía que ser, aunque doliera y quemara. Le dije que cuando las cosas marchan “bien” –que es, en el fondo, que salgan tal como uno quiere- uno piensa que la vida es sabia y bella y que nos conduce donde debemos estar. Le dije que cuando las cosas marchan mal –que es, en el fondo, de la manera en la que uno no deseaba- la vida también sabe y también es bella, aunque cueste entenderlo. Yo llevaba semanas en que me había embargado una sensación de tranquilidad, que me decía que todo esto tenía que pasar. Justo unos días antes de nuestra conversación había conocido una pareja de chilenos que se fue a probar suerte a Buenos Aires. Vivían de ser titiriteros y actuaban en parques y paseos públicos. Fui a su departamento a pasos de Plaza de Mayo. Era un lugar hermoso, ideal para una pareja. Tenía luz natural, una cocina pequeña pero suficiente, una cama grande para recorrer y un baño con vitrales de color. Todo lo que yo habría querido. Pregunté por el precio del alquiler y por cómo habían llegado ahí. La historia era una suma de buenas coincidencias que ameritaban decir “la vida sabe, y nos lleva hasta acá porque es lo correcto”. Inmediatamente pensé en El Cuchitril, ese espacio horrible que nos recibió con las puertas abiertas al desastre. Recordé los vidrios rotos, la fuga de gas, el calefactor que no calentaba en pleno junio, la cuerda amarrando la tapa del inodoro, la lavadora que sonaba como un tren que pronto nos atropelló y dejó nuestros restos en lados opuestos de la vía. Así, ni siquiera podíamos morir tomados de la mano.

¿Cómo creer que la vida se equivocó? ¿Cómo ser tan soberbios para pensar que eso fue un error? Peor aún: ¿cómo no aceptar que ese lugar devastador era parte de un plan que se acababa porque la vida ya no nos llevaba a nada bueno juntos, a ningún lugar luminoso, con cocina pequeña pero suficiente, con una cama grande para recorrer, con vidrios de color? ¿Cómo no intentar entender que el destino no nos había llevado al lugar que hubiéramos querido porque ya no había un destino juntos? Se lo dije y asintió. Asintió, realmente, a todo.

Le dije todo eso. Traté explicarle que todo lo que nos había pasado era por una razón que tal vez no entendíamos, pero el tiempo demostraría que era lo adecuado. Él no paraba de apoyar mis palabras. Dijo, de pronto:

-Si, V. es verdad, todo esto tenía que ocurrir y la vida nos llevó hasta acá.

Pero a pesar de que era justo lo que yo creía y aunque eran las palabras exactas que yo había pronunciado segundos atrás, un calor volcánico me subió desde los pies, me quemó el estómago y me inyectó de sangre las mejillas:

-Epa, epa, epa –lo paré en seco- la vida nos lleva, sí, nos presenta posibilidades, nos abre puertas, pero está en nosotros las decisiones que tomamos ante esas alternativas. Y la nobleza de las personas radica en cuánto buscamos la bondad con esas decisiones y cuánto no dañamos a quienes nos quieren al tomarlas. Esto es como lo que dice Bielsa –a M. se le deformaba la cara-: no importa ganar o perder, lo que importa es la nobleza de los recursos, la dignidad del camino recorrido. Y a ti M. –le toqué la espalda, él tiritaba- a ti te faltó nobleza.

-Me faltó nobleza –dijo- y no me lo perdono.

-Qué bueno, porque yo tampoco. No te perdono –lo secundé con un rencor filoso.

A pesar de la conversación, de su culpa y de mi ira, a ratos reíamos. Me preguntó si estaba con alguien y yo le dije algo muy verdadero.

-Estoy conmigo y lo he pasado bien.

Era cierto. Esa semana me había acostado con cuatro hombres distintos: a uno de ellos lo estaba disfrutando seguido y me deshacía de placer entre sus brazos. A otro lo estaba comenzando a querer y con él solía tener dos orgasmos por coito. Estaba conmigo y lo había pasado bien. No mentía.

Le pregunté lo mismo a M. y me respondió lo que yo esperaba: seguía en contacto con Amelié, ella terminaría su viaje en Buenos Aires e irían juntos a Chile. Fue como si me clavaran una botella quebrada en el pie. Hace pocos días, de hecho, supe que ambos estuvieron en Santiago. Él la debe haber recibido en nuestra pieza, despojada de nuestras fotos y de todo indicio de mi presencia. Vi fotos en Facebook. Salen ellos y gente que conozco; todos felices. Al principio no me pasó nada con eso. Horas después tuve fiebre.

M. seguía en mi pieza esa noche del reencuentro. Decía que estaba perdido, que no pensaba lo que hacía y que, a pesar de que no iba a volver conmigo, se sentía extraviado. Afuera caía la madrugada y él no quería irse. La verdad, yo tampoco quería que se fuera. Casi a las dos de la mañana me miró desde una silla.

-Gracias V. Gracias por tu luminosidad –dijo al borde del llanto.

-Gracias a ti. Gracias por estos diez años y también gracias por esto, incluso por el final, tal vez nos salvaste de un amor mediocre.

Cuando dije “mediocre” M. comenzó a llorar como pocas veces lo había visto en diez años. Lo tuve que abrazar porque el llanto se le mezclaba con tiritones, el cuerpo se le contraía, le dolía. Yo no aguanté mucho conteniéndolo. Me tuve que parar a caminar porque me vino una pena que mis noches de alegría en Buenos Aires habían tapado muy bien con su manto negro carente de estrellas. Me paré a caminar llorando en círculos como un preso agobiado en su celda. El rostro se me deshacía en llanto y le preguntaba apenas pudiendo modular:

– ¿qué vamos a hacer ahora, que vamos a hacer ahora, qué voy a hacer sin ti?

Él me abrazó y me dijo.

-Seguir.

Esa escena debe ser la más sincera que vivimos en los últimos meses. Aullábamos de dolor. En la actualidad le creo a M. muy poco, todo lo que me dice me parece digno de duda. Sospecho de sus gestos, me protejo de sus palabras, una sombra de mentira lo cubre ante mí. Pero estoy segura de que ese llanto fue verdad, que nos dimos cuenta de que sería el último que derramaríamos juntos y que esto nos dolía como pocas cosas en la vida.

Del llanto pasamos a la nostalgia por el cuerpo del otro. Nos hicimos cariño, nos metimos a la cama y empezamos a tocarnos. Ahí pasó lo increíble. Mis manos ya no lo reconocían. Nunca pensé que en tan poco tiempo su piel me resultara ajena. Lo acaricié y no me produjo lo de antes: que al rozar la suavidad de su hombro se me destemplaban los huesos. La carne se me hacía agua, las piernas perdían su rigidez. El pecho se me abría en regalo. La espalda se me arqueaba y él me dirigía desde el coxis a su voluntad. Nada de eso me pasó. Lo tocaba y su piel me parecía la de un niño. La suavidad de su hombro me pareció un recuerdo infantil, bello, pero lejano en el tiempo y hasta innecesario. Su cuerpo me pareció insuficiente, como el de un adolescente excitado con todo y con nada al mismo tiempo. Sus besos se me deslizaban sin quedarse entre mis labios. Su lengua me pareció extraña, intrusa en mi boca.

Alguien podría pensar que el dolor me dejó anestesiada. Pero esto iba más allá de eso. Esto me pasó en el cuerpo. Fueron mis miembros y mis manos los que no sé si voluntaria o involuntariamente dejaron de desear y de amar sentirlo. Me penetró con relativo entusiasmo pero no sentí gracia. No lo padecía, pero tampoco lo disfrutaba. En un momento paré y le dije:

-Ey, no lo estoy pasando bien, tampoco lo estoy pasando mal, pero mejor paremos.

Me tocó y me respondió:

-Tranquila, está bien.

Yo le dije con una seguridad infinita.

-Sí sé.

No hubo decepción en mi respuesta. No hubo resignación ni lamento. Hubo una certeza extraña de que su cuerpo ya no me satisfacía, no me rompía los huesos, no me robaba la voluntad. Al fin me di cuenta, gracias  a la verdad de la piel, que él ya no era mi hombre ni yo su mujer. Fue duro y extremadamente satisfactorio.

Me quedé un rato en su pecho ajeno. Ajena. Y le conté el sueño que tuve el día que terminamos en El Cuchitril.

Estábamos en algo parecido a un hotel. No sé cómo podía percibir que lo era, pero sabía que no era nuestra casa, sino un lugar en el que estábamos de visita. Encontrábamos un túnel muy oscuro cuyo final no veíamos y entrábamos. No nos tomábamos de la mano como sería de esperar de dos personas que se aman y que se adentran en algo oscuro. Ya toda la luz y toda la noche serían sin sus dedos entrelazados con los míos.

Lo siguiente que recuerdo del sueño es que nos encontrábamos en un lugar parecido a una fundición de chatarra. Había material incandescente cayendo y pequeñas explosiones en el aire. Era un lugar lleno de peligros y él me salvaba de todos. Me alzaba, me tomaba de la mano, saltaba conmigo los ríos de lava y me decía:

-Viste que te salvo de todo, viste que soy tu superhéroe.

Después de eso yo me despegaba del suelo y comenzaba a volar. Hacía piruetas en el aire como si la gravedad no existiera y él me miraba desde abajo, sonriendo. Yo desde arriba me contoneaba entre el viento y también le sonreía.

Antes, hace varios años, había soñado que volaba pero esa vez planeaba a gran velocidad entre las nubes. Recorría un valle y abría los brazos para dirigirme mejor. Recorría grandes distancias volando y sentía que volar era eso: irse. En este otro sueño, en cambio, no recorría. Me quedaba sobre M. meneándome en mis piruetas y lo saludaba desde arriba, muy contenta. Hacía volteretas en el aire, pero sin perder nunca el lugar de inicio: su cuerpo, su cabeza, él. Con M. ya no avanzábamos, solo nos acompañábamos en el movimiento del otro.

Cuando desperté de ese sueño me fui a llorar al baño. Me retorcí frente al lavamanos con una sola frase en mi cabeza: “no avanzaba, mi vuelo no avanzaba”. No sé qué me torturaba más: si darme cuenta de que mi vida con él ya no se movía, o si, a pesar de eso, sentir que con él y con ese vuelo a medias yo era muy feliz.

Al contarle todo esto esa última noche que estuvimos juntos, una lágrima de cada ojo me recorrió la parte superior de las orejas. Las sentí atravesar mi pelo y cruzar mi cráneo hasta juntarse ambas atrás, en la nuca. Empecé a quedarme dormida pero antes de hacerlo pedí soñar que volaba y esta vez sí recorrer. Deseé planear por un valle, o por una playa o incluso por sobre Buenos Aires o cualquier otra ciudad, pero sentir la sensación de volar con velocidad, para de una vez y para siempre, irme de su lado.

Ahora pienso que quizás ya comencé ese vuelo. Tal vez empezó la misma noche en que terminamos y soñé. Quizás haya comenzando el día que volé en avión a Buenos Aires y que motivó el primer capítulo de esta crónica. Quién sabe si estos cinco meses no han sido sino volar a una velocidad insospechada, sin mantener un ancla en el punto de origen. Creo que escribir esto es justamente volar, recorrer. Esta es la forma que encontré de irme y de despedirme de su sonrisa preciosa, pero que me miraba desde el suelo.

Capítulo 8: Evidencia científica

Yo estudié historia y en la universidad me dijeron que la historia era una disciplina científica. Yo no lo creo. El método científico asume como lema la separación entre quien estudia y lo estudiado. Por eso un científico y un historiador deberían ser neutrales, objetivos y no involucrarse de ninguna forma con lo que observan ¿Pero si la historia se trata de seres humanos, cómo no hemos de vincularnos con ellos si también lo somos? ¿Si las acciones en el pasado las ejecutaron personas con carne, con problemas, con pasiones, con equívocos; cómo yo no habría de sentir todo eso cuando lo estudio? ¿Dónde quedan mis ganas, mis intereses, mis obsesiones, mis dudas que no me dejan tranquila? Yo no puedo ser neutral, ni objetiva, ni carente de deseo. No puedo no poner el cuerpo cuando pienso.

Pero como la “mujer de ciencia” que soy, me propuse investigar con rigor científico el sexo casual en Buenos Aires. Acá los casos estudiados. Acá las conclusiones de esta ciencia con el cuerpo.

TODAS ÍBAMOS A SER AMY´S

Yo tengo un amigo en esta ciudad. Uno muy bueno. Fue a mi casa una noche; hablamos de mi ruptura y de su relación que –sin saber él- pronto se acabaría. Tomamos fernet y terminamos bailando. Del baile al beso, del beso a la cama. En eso habremos estado un tiempo que no puedo determinar. Afuera de nuestra vorágine sonaba música fuerte que salía de mis parlantes. Recuerdo escasamente el episodio pero me veo flexible, los miembros se me movían con peso y sin programación, como los de una muñeca de trapo. Sé que después de eso dormí y me colgaba un brazo de la cama. Lo fui a dejar al amanecer a la puerta, esquivando en mi pieza los restos de vidrio de la botella que se nos quebró en algún momento de nuestra pequeña fiesta.

Al otro día desperté y me estiré. Sentí un dolor fuerte en el pie y mi primer gesto fue agarrarme la frente y decir en voz alta:

-Conchesumadre, me mandé un Amy Winehouse.

Traté de mover mi pie pero no podía: era por el dolor y también porque parte de un dedo estaba pegado a la sábana. Luego vi que tenía una herida con sangre. Esa costra demoró tres semanas en desprenderse. Trate de flectar mis dedos pero era inútil, de hecho uno estuvo dos días hinchado; creo que tuve una especie de esguince que nunca me traté. Con los días recordé que en algún paso de baile mezclado con maniobra sexual, me pasé a llevar con la cama. El dolor pasó, bajó la hinchazón, la costra se fue en la ducha, pero hasta el día hoy no puedo hacer Adomuka en yoga.

En la mañana pude ver que mi pieza tenía zapatos tirados, ropa, celular y mi mochila regados por todas partes. Mi polera mostraba una gran mancha de fernet en la espalda. No sé cómo llegó ahí. La cadena que me cuelga del cuello estaba cortada y los restos de botella hacían brillar el piso. Cojeé tres días. Me reí sola tres semanas.

Tiempo después me junté con una amiga. R. debe tener cincuenticortos. Sé que se fue de su casa muy joven porque recibía de su familia una educación casi militar. Sé también que vivió sola en Nueva York cuando tenía poco más de veinte años. Sé que tuvo problemas con la cocaína.

Mientras tomábamos una cerveza en un bar con R. yo de pronto tosí. Era una tos fea, mitad de resfrío, mitad de irresponsabilidad. Ella me dijo:

-Uy, nena, que tos que tenés.

Al despedirnos me tocó el hombro con una calidez de mujer grande, de mujer que sabe y me insistió:

-Cuidate esa tos, nena y hacelo todo, pero después recordalo.

Me dio un beso no sé si de mamá o de amiga y yo partí en bicicleta. Pedaleé tratando de dilucidar si recordaba esa noche en la que fui Amy, y concluí que no. Tenía fragmentos, destellos de imágenes en las que estoy riendo, bailando, desnuda. Y a pesar de que sé que no hice ni me hicieron nada malo, decidí que lo mío es la historia y que para escribir historia(s) hay que recordar.

FANTASÍA GEMELAR

En la cuarta casa que habité en Buenos Aires – y en la que me mandé el Amy Winehouse- viví con cuatro hombres. El que me llevó a vivir ahí se convirtió en un  gran amigo y la amistad es como la pelota: «No se mancha». Los otros tres fueron nuevos en mi vida y de a poco se convirtieron en gente buena con la que compartía en la cocina o tomábamos una cerveza al atardecer.

La casa la había conocido el año anterior en un asado. Recuerdo haberla recorrido asombrada: era un oasis enorme en pleno barrio Caballito, con cinco habitaciones, tres baños, dos terrazas y una piscina. En esa ocasión, en el otoño del 2013, cuando mi vida aun tenía en Santiago un lugar, un hombre, una casa, pensé «que ganas de vivir en un lugar como este». Hoy escribo desde ahí, sentada en el escritorio de mi pieza. Ya no tengo un lugar en Santiago, ni un hombre, ni una casa. Y aunque es domingo y afuera llueve, prefiero entender aquello que perdí no como una derrota sino como algo que se fue, que se dejó ir: perder el avión, perder la virginidad son cosas que se van no en las que se fracasa.

De los cuatro chicos que habitaban ese hogar dos eran hermanos. Gemelos. No eran idénticos, siempre los distinguí sin dificultad. No podría decir «ups, me confundí». A poco andar empezó a motivarme la idea de tener algo con ambos. No al mismo tiempo, no me daba el cuerpo, o quizás sí, pero no pasó. Eran más bien las ganas de tener en distintos momentos a dos hombres casi iguales en mi cama y ver qué se sentía.

Considerando que por los misterios de internet alguna vez ellos lean esto, evitaré nombrarlos. De ahora en adelante ambos serán G. y así ninguno de ellos, jamás, podrán saber a quién me refiero.

Al ser gemelos ambos nacieron bajo el signo Escorpión. En los primeros meses de mi ruptura fui esclava de dos horóscopos. Comenzaba mi día desayunando jugo de naranja, granola y leyendo a Pedro Engel en LUN y escuchando los consejos de Mia Astral en Facebook. Cuando alguno de ellos decía: “Géminis debe dar vuelta la página, entender que una etapa muy importante acaba de terminar”, yo reprochaba:

-Este culiado se equivocó.

Cuando me auguraban: “luche por el amor, a veces los procesos son distintos pero al terminar el año recuperará lo perdido y sentará las bases de una familia y un amor duradero», yo me convencía:

-Este culiado sabe.
Tanta información sobre la alineación planetaria, además de hacerme sentir una pelotuda, me hizo aprender mucho de la influencia de los astros en las personas. Y aunque mis diversos gurús dijeron que para el Año del Caballo, las relaciones de los Tigres – o sea yo en el Horóscopo Chino- se asentaban y llegaban a un punto de consolidación en su compromiso, y anunciaron también que los Géminis viviríamos un año tranquilo donde el amor descansaría en un remanso de cariño y lealtad, es decir, ambos horóscopos me mintieron, sus vaticinios no se equivocaron acerca del comportamiento sexual de los Escorpiones. Decían que los Escorpiones son los amantes más impetuosos del zodiaco. Se trata de personas intensas, que adoran el sexo por el sexo y lo practican como si fuera esta noche la última vez. Efectivamente, G. y G.  me besaron con fuerza, con presión, hundiéndome en sus camas como si quisieran hacerme desaparecer. G. me dijo una noche al volver de una fiesta:

-Te voy a decir algo raro, pero ¿te puedo dar un beso?

Entre esa oración y «vamos a mi cuarto» hubo un lapso que no alcancé a contar pero no fue  demasiado. G, muy parecido a su hermano, bailó conmigo dos canciones en una fiesta, me invitó a un cigarro, me tocó la espalda y en dos parpadeos estaba yo desabrochándole el último botón de su camisa.

G. besaba mejor que G.

G. era más cariñoso que G. después de terminar.

G. duraba más.

G. estudiaba masajes así que ensayaba conmigo recorriéndome el cuerpo con aceites.

G. tenía menos pelo en el pecho.

G. tenía la lengua más suave.

Con G. tiré una vez.

Con G. perdí la cuenta.

G. lo tenía hacía arriba en un ángulo de 45 grados.

G. lo tenía hacía adelante, recto, como una espada.

G. y G. lo tenían grande.

Al principio con los G. tiré desconcentrada. Pensaba en la mañana siguiente cuando me los encontrara calentando el agua para el mate y se produjera ese momento terrible de «te vi sin ropa, te besé el cuello, te toqué entera”. Estar con ambos fue una forma de remover mis propios prejuicios, porque efectivamente en esos días me lo comí todo y abría cierres de pantalón como quien abriría un caramelo. Pero pensé que si no me parecía mal no había problema. El único conflicto era el pudor post coito considerando que vivíamos juntos, pero me duraba entre ocho y doce horas, luego de eso almorzaba con ellos o compartíamos un té como dos amigos que nunca habían estado uno dentro del otro.

A ambos los disfruté como quien busca el fruto más tierno de un mismo árbol o como cuando uno prueba dos bombones de una misma caja, queriendo descubrir qué relleno es más rico. Con uno de ellos seguí mientras vivimos juntos. Una noche salimos los dos solos en bicicleta. Al volver fumamos marihuana y nos besamos bajo la luna llena a seis metros de mi puerta. Habremos demorado cuarenta minutos en entrar a mi pieza. Atracábamos en cada desnivel, en cada asiento improvisado, en cada pared del camino hasta mi habitación. Calculo que todo duró entre una y una hora y media. Fue espectacular.

El último día que estuve en Buenos Aires ese G me dio un regalo. Yo le di uno a él, nos abrazamos y luego chocamos en un beso fuerte que terminó en su cama. Al irme de su pieza, me dijo

-Nos veremos, V.

Yo le sonreí, le tiré un beso y cerré la puerta. No sé si eso vaya a ocurrir.

Una vez que los probé sacié mi curiosidad y saqué tres conclusiones:

  1. Podrán tener casi el mismo ADN pero tiran distinto.
  2. Ambos ponen tanta energía en el sexo que por un momento pensé que me querían. La confusión se me fue muy rápido. No, no me querían. Ni yo a ellos y no hubo nada de malo en eso.
  3. Quien no haya tenido una fantasía sexual con gemelos que tire la primera piedra. Yo la tenía y la cumplí.

LA MUERTE DE LA TERNURA

Puede haber sido octubre. Había una fiesta de chilenos y yo me iba a juntar con amigas. El evento no tenía gran brillo hasta que lo vi. Tenía rasgos de extranjero: algo de árabe, algo de negro. Bailé cueca con mi amiga mirándolo. A cada vuelta que daba sentía sus ojos pegados a mí. Teníamos un amigo en común y empezamos a conversar. Compartimos el vaso de fernet, el cigarro y yo ya sabía que íbamos a compartir más. Al irme preguntó si quería que me acompañara a tomar el 105. Conversamos en el paradero y casi no alcanzamos a contarnos qué hacíamos porque él me interrumpió con un beso. Alcanzó a saber de mí que escribo; yo alcancé a saber de él que era de Madrid, que sus padres parece que eran árabes –no pedí que lo aclarara, yo quería besarlo-, que llevaba dos años viajando y que bailaba Tap. El Tap me pareció rarísimo pero tampoco me detuve en eso. Nos bajamos en mi casa, compramos otra cerveza y nos fuimos a mi pieza. Hice el esfuerzo por conocernos pidiéndole que me mostrara un video de Tap, pero me pidió que me sentara en sus piernas para verlo así que recuerdo solo unos cuarenta segundos del video.

Tuvimos un sexo breve y carente de toda forma de cariño. No invertí en caricias, ni en muchos besos. Me ahorré ondular el cuerpo, y recorrerle suavemente los hombros con mis uñas. Nunca me vi tan desprovista de ternura. Nunca, como esa vez, fui tan poco dulce.

Lo dejé que durmiera y lo desperté a las siete de la mañana. Yo no había cerrado los ojos. Le mentí diciéndole que tenía cosas que hacer y lo despaché en la puerta. Al despedirme me dijo:

-Chao, preciosa.

Yo le respondí:

-Chao, huachito.

Ninguno de los dos debe haber recordado el nombre del otro.

A la hora de almuerzo mis amigas me esperaban con cara de celebración:

-¿Tú sabes quién es el, cierto?

-Mmm, nop.

-Él es X –no me acuerdo del nombre, de verdad- es el mino más codiciado de ese grupo: es músico, bailarín y canta flamenco. Es el premio de la noche, hueona.

Yo no alcancé a percibir nada de eso. No me di el tiempo. Esa noche me comí a quien yo veía como un bombón interracial, pero era mucho más que eso. No vi su brillo, él no vio el mío y a mí lo que me gusta es lo que brilla, lo que encandila, lo que hace cubrirse los ojos por el resplandor. Pensé que nunca más lo vería pero meses después me lo encontré en una fiesta. Nos saludamos tímidamente como los desconocidos que éramos y seguimos caminando entre la multitud. Fue como si nunca nos hubiésemos tocado.

EL TELO

Mi viaje ya casi terminaba y yo estaba en un bar sola. Esperaba a una amiga con quien vería algunas bandas. Ella no llegaba y me tomé casi toda la cerveza que compré. Fumaba, no conversaba con nadie y me preguntaba qué hacía yo ahí, pensaba en mi viaje, a ratos no entendía de qué se trataba la vida. Luego llegó mi amiga y bailamos. El último grupo era de afrobeat y lo primero que miré fue al tecladista. No era muy alto, era lindo y bailaba con un ritmo sobre su instrumento que me prendió las ganas. Lo miré toda la presentación pero era imposible hacer contacto visual. La música terminó, el lugar empezó a cerrar y yo caminé con una chica a tomar la micro. Ella siguió hasta su parada y me quedé esperando el 99, en Avenida Córdoba con Calle Pringles.

Ese día en la tarde había ido al teatro y quedé con una energía que me habría hecho cruzar la cordillera a trote. La obra me dejó revuelta, volcada al hacer. Hablaba de las revoluciones, de sus fracasos, de cómo ser revolucionarios en el teatro y en el mundo de hoy. No entendí todo y por primera vez me convencí de que el teatro no había que entenderlo ¿Por qué, si ni la vida la entendemos entera? Pensé en una revolución que implicara el deseo, el goce y la imprudencia. Una revolución –y una vida- que por fin no nos separara la mente y el cuerpo. Esperé dos minutos el 99 y me decidí a volver. A buscar qué, no sé, a mí misma, supongo. Cuando en el futuro dude de mí, evocaré esa convicción, ese atrevimiento de mis pasos decididos.

Volví al bar, me metí al baño, me hice una cola en el pelo y salí. Él justo iba hacia afuera. Le pregunté al paso:

-Disculpa, ¿cómo se llaman ustedes? –yo sabía cómo se llamaban, lo confieso.

Él me respondió, conversamos y me dijo:

-¿Me esperás que dejo el teclado en la camioneta y nos fumamos un tabaco?

Yo le dije que sí, pero en mi cabeza pensé “listo”.

Con él sí conversé, me reí, pregunté.

-Sos muy dulce –me sedujo.

Yo sentí adentro:

-Tengo viva la ternura.

Subimos a un taxi hacia el Barrio de Chacarita y él advirtió:

-Vamos a un bar horrible, sabés, pero es el único que sé que está abierto a esta hora. De verdad, ese bar no está bueno, yo no quisiera llevar a ninguna chica ahí. No te voy a dejar sola en ningún momento y cualquier problema que haya, corremos.

A mí me pareció la mejor invitación del mundo.

El bar, efectivamente, era terrible. El trasnoche mostraba a gente bebiendo sola, callada, esperando el amanecer y la esperanza del día que de seguro no les llegó. Tomamos ahí y partimos a su casa. En el camino se agarró la cabeza y recordó que no tenía las llaves porque las había dejado en el estuche del teclado y el teclado iba en una camioneta. Yo me dije: “listo, ya fue, me voy a mi casa”, pero él me tomó de la mano y me metió a un Telo, o, en chileno, a un motel. De pronto yo subía en un ascensor con luces rojas, caminaba por el pasillo viendo estatuas de yeso de mal gusto y entraba a la habitación 601 en un hotel de baja calidad en Chacarita. Tiramos, sí, bastante. Conversamos hasta que se escucharon los pájaros cantado afuera, mucho. En la mañana tiramos de nuevo y yo tuve un orgasmo con quien había conocido hacía ocho horas. En la calle caía la lluvia de otra tormenta en Buenos Aires y él me contó que había terminado hacía poco una relación: se refirió a ella como “mi mujer”. Yo recordé que no hace mucho M. también decía eso de mí y me dolió. Me acomodé de costado, le acaricié la mejilla y le dije:

-La vida sabe.

-La vida sabe –repitió él.

Al ponerse sus lentes de contacto que había dejado remojados en un cenicero la noche anterior –todo muy salubre- se le cayó uno y no lo encontró más. Se quedó en cuatro patas buscándolo y yo me fui, pero al salir me dijeron que había que retirarse en pareja. Se querían asegurar de que yo no fuera una prostituta que lo había descuartizado. Volví por él, me acompañó ciego de un ojo a la parada del 42 y nos abrazamos al despedirnos. No intercambiamos teléfonos, ni Facebook, ni mail. Solo le hablé de este blog y le dije que podría encontrarse. Quién sabe si haya entrado alguna vez.

CONCLUSIONES

-El sexo casual en Buenos Aires se me dio fácil, a veces tanto que no alcancé a disfrutarlo.

-Temo que mi vida sexual en Santiago descienda a niveles deprimentes.

-Los argentinos lo tienen grande.

-Los argentinos son rápidos. Me gusta pero también disfruto lo que cuesta.

-El sexo con amor es increíble o el sexo con M. era increíble. No sé porque no he amado a nadie más.

-Este tipo de sexo es distinto, muy bueno y vale la pena probarlo. Una y otra vez.

-Dentro de los problemas que me trajo la promiscuidad cuento varios resfríos y múltiples picadas en el cuerpo por dormir sin ropa.

-Con G. fuimos de menos a más, lo que verifica que el sexo casual es bueno, pero el sexo con un cuerpo conocido es mejor.

-Mi parte favorita del cuerpo siempre será aquella donde sienta un hueso: la cadera, la clavícula, el hombro. Cualquier lugar en que el hueso parezca una rama, donde yo pueda hundir mis dedos y hacer leve – y no tan leve- presión con las uñas.

-Quiero un amante Escorpión.

-Una ciencia con el cuerpo es mucho mejor. Uno siente, se afecta, se equivoca. Uno se escribe en el borde interno del muslo los objetivos y a lo largo del vientre la hipótesis: sí, estoy viva.

Capítulo 7: H.

En el departamento con amigas viví un mes y medio. Mi habitación estaba reservada para otra chica, por lo que tuve que dejarla e irme a otro lugar. En los meses que he pasado en Buenos Aires y luego de salir del Cuchitril, llegué a habitar cuatro casas; cargo en mi llavero las llaves de todas ellas. Debe pesar casi medio kilo, pero es una buena forma de recordar todo este trayecto.

La tercera casa que ocupé fue un departamento con el amigo de un amigo. Se llamaba H. Lo conocí en el 2013 cuando me vine sola a Argentina. En ese viaje nos vimos pocas veces pero me parecía un hombre callado y con un dejo de tristeza. La única vez que conversé con él fue cuando me ayudó a preparar una comida chilena que hice para la gente del hostel, el mismo hostel al que llegó a vivir M. un año más tarde y en donde conoció a Amelié. Luego de eso no volví a tener contacto con él, hasta que en la segunda semana de mi estadía en esta ciudad lo vi en una fiesta. A esa fiesta fui sola aunque todavía estaba en pareja. M. argumentó que no quería ir porque se sentía mal. Ahora pienso que no me mintió, pero no se sentía mal por estar enfermo, sino porque en las paredes del hostel él había comenzado una historia que yo no sabía y de la que tiempo después me enteraría por Facebook.

El departamento de H. era tranquilo y cómodo. Ahí pasaba mucho tiempo sola porque él trabajaba todo el día. Yo despertaba, desayunaba, fumaba –a veces fumaba y luego desayunaba-, pensaba en qué sería de M., ensayaba qué le diría si lo viera, volvía a fumar. Intentaba trabajar pero escasamente me resultaba, porque la soledad del departamento era un páramo ideal y letal para la nostalgia. En la noche H. llegaba, conversábamos un poco, comíamos juntos o separados y luego cada uno se acostaba en su pieza. Fue en su casa donde descubrí el engaño de M. Ese día lloré en su cocina pero H. no se dio cuenta. Luego fui a dormir sin despedirme. Quizás sí percibió algo pero no me lo dijo, éramos demasiado extraños todavía el uno para el otro.

Con el correr de las semanas, mientras yo aceptaba que mi amor por M. nunca más podría ser, comencé a conversar más con H. Hablábamos de nuestros días, del trabajo, él me contó de su ruptura que había ocurrido hace un par de años atrás. Yo por esos días no podía entender cómo las cosas con M. habían cambiado tan rápido, cómo en dos meses lo que parecía ser un viaje en común se había transformado en una separación sin vuelta atrás. Con H. aprendí que las cosas cambian así, velozmente, tanto que uno no alcanza a percibirlo. Más adelante nos dimos cuenta que teníamos algunos gustos en común: un autor de crónicas, la banda argentina Onda Vaga. Más allá de eso no sé en qué momento comencé a interesarme en él. No podría precisar cuándo fue que le dije mientras él sacaba su bicicleta:

-Cuídate, prende las luces de la bici que ya es tarde y los autos no te van a ver.

No me acuerdo qué día fue, pero lo que sé es que en ese momento lo vi al yéndose y a mí no queriendo que se fuera. A H. lo había encontrado lindo antes, justo en esa fiesta en el hostel. Esa noche alguien hizo un chiste y él sonrió. Yo quise decirle a mi amiga:

-¿Viste lo linda que es la sonrisa de H.?

No lo hice, pero nunca más se me olvidó ese momento. Al conocerlo un poco más advertí que esa sonrisa era el reflejo de que ya no era el hombre tan callado que yo había conocido antes. Ahora estaba más contento, más grande, más libre. No creo que haya razones más poderosas que esas para encontrar belleza en alguien.

No alcancé a ver cada uno de los pasos que hicimos para acercarnos: una cena, una ida al cine. Pero una noche yo llegué tarde y él estaba en el sillón frente al televisor. Vimos una película y tomamos un poco de whisky, aunque no lo suficiente como para atribuirle al alcohol que de pronto mi pierna y su pierna se tocaran y tres cuartos del sillón estuvieran vacíos. Cuando nos despedimos antes de ir a dormir, H., en vez de darme el beso de todos los días, sin tocarme, puso su mano en mi cintura. Al acostarme pensé:

-Nos doy una semana para que pase algo –porque la mano en la cintura siempre me ha parecido la señal inequívoca de tener ganas.

Fui muy generosa con el cálculo. A la noche siguiente, mientras los destellos de su televisor otra vez iluminaban el living, terminamos besándonos con toda la comodidad que no tuve con los anteriores besos argentinos. Yo no esperaba que pasara nada más, me parecía complejo tirarme a mi compañero de casa, pero me quedaba solo una semana ahí porque nuevamente me mudaría, esta vez a mi hogar definitivo en Buenos Aires. Evalué eso, medí mis ganas y calculé que al ser H. bastante alto de seguro tendría un miembro generoso. Me animé a tocarlo y lo primero que pensé fue:

-Yo esto no me lo pierdo.

En general la vida no me había beneficiado con muy buenos amantes casuales. Mi culpa cristiana siempre me hizo pensar que dios me castigaba porque cometí algunas infidelidades y porque en las breves rupturas que antes vivimos con M. yo abría Facebook, veía a qué muchacho lo tenía más o menos enganchado, agarraba el celular y con dos mensajes ya tenía agendada una fiesta que terminaba en mi cama. Me tocó un eyaculador precoz, un alcohólico que me llamaba al amanecer, un hombre cuya lengua era áspera y besarlo era como besar a un gatito, uno que duraba tanto que me quedé dormida encima de él y otro que lo tenía tan grande –pero tan tan grande- que al verlo me dio pánico, salté de la cama y le dije:

-Mejor seamos amigos.

Esa vez hice una promesa. Juré que si podía disfrutar con otro hombre, le agradecería a dios, aunque hace años había dejado de creer en él.

Por eso cuando llegué a pasarlo bien con un amante furtivo hasta la preparé desayuno: pan con palta, tecito y jugo natural. Él debe haber creído que yo lo amaba, pero no, solo estaba contenta. Por pasarlo bien entiéndase que me gustaran sus besos, sus manos, que su duración me pareciera razonable y que no quisiera echarlo de mi casa a las cinco de la mañana, en el segundo posterior a la eyaculación. Recuerdo que esa vez, antes de dormir, traté de cumplir mi promesa y recé un Padre Nuestro, pero ya lo había olvidado y se me mezcló con el Ángel de la Guarda y el Ave María. Así que terminé por decir:

-Gracias Dios, estuvo bacán, besos.

Y me dormí.

Con H. desde la primera vez fue bueno. Y aunque al otro día nos costaba mirarnos a la cara, al caer la noche volvíamos al ataque del sillón.

Semanas después, en las que nosotros seguíamos en nuestro pacto nocturno, H. me comunicó que iba a deshacerse de ese sillón. Ahí yo pensé:

-Listo, se va a acabar la magia, adiós sillón, adiós placer, se pudrió todo.

No pasó. Llegó un nuevo sillón, más grande y cómodo, y la cosa siguió igual o mejor. No era ni el sillón, ni el whisky, ni la marihuana que a veces fumábamos antes de tirar. Éramos nosotros: dos personas que alguna vez prepararon una comida chilena, que un año después vivieron juntos por un mes y medio y que ahora se rozaban la piel como si se conocieran desde antes.

Luego empezamos a salir y a hacer esas cosas que hace la gente que recién está compartiendo lo bueno de la vida y del cuerpo: íbamos al cine, a comer, a un recital de Onda Vaga. Al llegar del recital me preguntó si quería escuchar algo, yo le dije que escucháramos “Así”, de la misma banda que habíamos visto en vivo una hora antes. Acto seguido me lancé sobre él, sin vergüenza, sin culpa, sin dios castigándome ni compensándome.

Con H. tomamos ácido y caminamos ocho horas por Buenos Aires.

Con H. –en ácido- entramos a un café y él pidió leche con chocolate y churros. Yo pedí un pastel que no pude comer entero porque era tanto mi placer, que pensé que podía tener un orgasmo ahí mismo, al lado de cinco señoras que entre todas sumaban dos mil años y celebraban el día de la madre.

Con H. me fui a la playa y vimos la luna llena salir por el mar.

Con H. conversamos en la arena sobre el peronismo y me explicó -como nadie lo hizo- el fenómeno político más importante de la Argentina.

Con H. lo pasé bien.

Yo creo que uno cumple un rol en la vida de la gente. No por nada dos personas se encuentran y aunque no se queden en la vida del otro, algo generan, algo cambian. A mí H. me demostró que las cosas cambian muy rápido y que el placer nos aguarda en lugares y personas que no esperábamos. Yo espero haberle mostrado que es un hombre que debe hablar más y que yo o cualquiera puede disfrutar escucharlo.

Y si bien no tenemos ni una sola foto juntos, y probablemente no nos volvamos a ver después de que yo me vaya, y aunque no tuvimos acuerdo de monogamia y nunca nos hayamos tomado de la mano ni por la calle ni frente al mar, ahora aprovecho de decírtelo, porque sé que estás leyéndome:

Te quise, H., y te voy a extrañar.

Capítulo 6: Facebook

La amiga que me llevó a vivir al departamento setentero de Parque Patricios, antes de devolverse a Chile me contó que su mamá le dijo un día:

-La vida de ustedes debe ser difícil.

Uno podría pensar que no. Que somos independientes, profesionales, que viajamos, que nos movemos con autonomía, que ya no cargamos con un montón de presiones que en el pasado las mujeres arrastraban como lastres. Por eso mi amiga le preguntó a su mamá por qué.

-Por Facebook –dijo ella.

Y es que si hasta hace algunas décadas “lo real” tenía que ver con las personas y sus comunicaciones presenciales, hoy tenemos que lidiar con toda otra dimensión de la vida que ocurre en el mundo inmaterial de internet y que hace que las cosas, a veces, se definan por un “Me Gusta” o por una solicitud de amistad.

Alguna vez leí que en el 2015 Facebook quedaría obsoleto como red social y desaparecería muy pronto. Estamos a un año de eso y no veo que ocurra. Todo lo contrario, veo que mi día empieza revisando las noticias de mis 630 amigos, de los cuales hablaré regularmente con treinta. Veo que la gente marca los pasos más íntimos de su día en el Muro. Veo que suben las ecografías de sus hijos, las fotos de cuando los bañan y graban videos de sus primeras palabras. Veo a la gente crecer, cambiar y hasta morirse a través de la pantalla. Veo, también, que mi historia con M. empezó cuando aún Facebook no existía y que en el último tiempo se movió en base a unos cuantos “click”.

Era fines de agosto o principios de septiembre. Él había vuelto de su travesía por el norte y yo aguardaba que nos volviéramos a comunicar y retomar nuestra relación. Pero pasó una cosa muy distinta. En cuanto regresó empezó a chatear conmigo. Por razones que no entendí muy bien llegó a Santiago en vez de Buenos Aires y le pegó la nostalgia que en su viaje no sintió. Y cómo no, si volvió a habitar nuestro departamento, en nuestra habitación, con nuestras fotos de viajes pegadas en la pared, con las flores de mis vestidos colgando del closet. En esos días sostuvimos conversaciones tristes, pero tal como siempre, llenas de complicidad. Hablábamos de lo difícil que era no vernos, de cuánto nos extrañábamos. Por una razón que yo no alcanzaba a comprender percibía en él una melancolía extrema, que bien podía confundirse con un amor profundo y sincero, pero había también en sus palabras una desesperanza patente, una certeza declarada de que nada volvería a ser lo mismo. Yo perseveraba de una manera extraña: no lo buscaba, no le escribía, pero cuando él lo hacía ponía lo mejor de mí. Era la mina más comprensiva, más divertida, más superada, creyendo que así él se daría cuenta de que podíamos tener una vida independiente, sin ataduras, pero unidas por un hilo invisible. Ahora pienso si acaso habrá alguna forma de que ese hilo no se vuelva duro y que poco a poco el amor no se transforme en una jaula llena de cerrojos, de llaves, de hilos que de ser invisibles pasan a convertirse en metálicos, muy parecidos a cadenas.

En una de nuestras sesiones de chat vi que agregó a una chica. Hice lo que ya estaba acostumbrada a hacer, porque vivir el amor en tiempos de Facebook fue para mí, por varios años, seguir de cerca sus actualizaciones aunque lo tuviera al lado, en el lado izquierdo de la cama. Cuando veía que tenía una nueva amiga, revisaba su biografía. Si la susodicha marcaba entre sus preferencias “Paulo Coelho”, “Mall Plaza”, “Romeo Santos”, nunca más volvía a investigarla. Por linda que fuera, esos gustos me hacían sentir que a M. no le gustaría una mujer que no se parecía a mí. Ay, que pelotuda. Si veía en cambio que compartíamos gustos musicales, buen cine, bares en común, no me importaba cómo luciera en sus fotos –aunque sí, me importaba un poco- y comenzaba un callado y vergonzoso monitoreo. Me fijaba si M. le había puesto “Me gusta” a su foto de perfil. Miraba de reojo si aparecía el nombre de la chica en su lista de chat, como para saber si habían hablado últimamente. En resumen, tanteaba la firmeza de mi propio amor en un universo de ondas y códigos que nada tenían que ver conmigo, pero que me hacían sentir estúpidamente insegura.

Por eso cuando vi que tenía un nuevo contacto junté los datos y empecé a darme cuenta que esta historia –mi historia- no era como yo pensaba. Ella era francesa y bonita, como el 99,9% de las francesas, porque después de ver “Amelié” dudo que una mujer en ese país no sea hermosa, interesante y misteriosa. Estaba viajando por Latinoamérica y había alojado en el mismo hostel en que M. vivió los dos meses previos a mi llegada. Hasta ahí todo normal. Jamás pensé que si él se había ido de viaje por meses, solo, después de terminar una relación larguísima conmigo, no fuera a estar con otra mujer. Era normal, era esperable y era hasta conveniente para que conociera aquello que por estar junto a mí le había faltado. Pero el asunto empeoró. Días después él puso “Me gusta” en una fanpage que relataba el viaje de la francesa y su amiga, también francesa, también bonita. El problema era que en los álbumes de su estadía comenzaron a salir fotos de M. Peor todavía, comenzaron a publicar textos de M. que revelaban  no solo se habían conocido en el hostel, sino que habían ido a innumerables fiestas juntos. En suma, me di cuenta que la historia era previa a mi arribo a Buenos Aires, que estaba todo cocinado y yo no me había dado cuenta, y que, como si fuera poco, se habían ido a viajar juntos por Perú y Bolivia luego de que termináramos.

El día que me enteré fumé tres cigarros antes del desayuno y entre el mareo que me produjeron y la náusea de la decepción, le escribí diciéndole que ya lo sabía todo, porque mi amigo Facebook me había contado lo que le correspondía contar a él. Después de hacerlo me fui a clases, puse cara de inteligente y luego lloré por Barrio Once, que es como llorar por Barrio Meiggs. Me veía en las vitrinas pálida, amarilla, mientras colgaban de los techos de los negocios flores artificiales, budas de plástico dorado y piñatas de Violetta.

Al volver a casa su respuesta me aguardaba en mi bandeja de mensajes. Se leía destrozado, lleno de vergüenza, desesperado. Me explicó que él no programó nada, que las cosas sucedieron sin mediar planificación. Argumentó que muchas veces quiso decírmelo pero nunca pudo y que ahora ya era demasiado tarde. Me escribió chorreando culpa pero a mi nada de eso me servía. En los días posteriores recibí de él, esta vez por mail, un texto largo y lastimero. Intentaba contarme cómo habían pasado las cosas, y como si eso fuera a arreglar algo, se auto ofendía con un largo repertorio de palabras que me hacían sentir en una telenovela venezolana, donde yo me llamaba María Blanca del Socorro y él Fernando Alberto. Cuando recibí ese mail me subí las mangas de la blusa, me acomodé en la silla y comencé a escribirle. Al leerlo M. habría muerto de dolor. El texto era de una violencia tan sutil que llegaba a ser bello. En media hora de escritura tomé todas las palabras de amor que usé en mails anteriores y busqué su antónimo. Luego ordené los párrafos de tal forma que su tortura habría comenzado lenta y soportable, hasta llegar a la última línea en la que su corazón, de un segundo a otro, habría dejado de latir. Era el crimen perfecto. Me imaginaba la noticia en un diario argentino: “Joven estudiante chileno muere por causas desconocidas. La autopsia reveló que la totalidad de sus órganos se encontraban partidos por la mitad. No hay heridas externas ni señales de intervención de terceros”.

Como no soy tan mala nunca envié ese mail. No quería convertirme en asesina. Además estaba demasiado ocupada reconstruyendo el puzzle: recordaba las semanas previas a que él dejara Chile, días en los que no se quería separar ni un segundo de mí. Se me venía a la mente cuando hacía su maleta y yo le dije:

-Bueno, si te enamoras antes de que yo llegue, me avisas –a lo que él respondió.

-Ja, no creo, voy a estar esperándote, amor.

Rememoraba también los primeros mensajes que me mandó por Facebook al llegar a Buenos Aires, y cómo ellos fueron bajando en su intensidad hasta hacerme sentir, en la semana antes de mi viaje, que algo muy malo pasaba. Aquel día vi toda la teleserie ante mis ojos. Por eso no mandé ese mail, porque al verla era yo la que ya estaba demasiado muerta.

Después de eso pasé por todas las etapas posibles: los primeros días tenía risa nerviosa. Cada cierto tiempo abría mi correo y encontraba una nueva súplica de M., desesperado porque yo no contestaba a ninguna de sus palabras. En las semanas que siguieron me mandó textos, fotos de cosas que él sabía que me gustaban y hasta una solicitud de amistad porque a esa altura ya lo había eliminado de mis “amigos”. Después vino la fase del dolor: escuchar canciones de bandas que habíamos visto juntos, mirar fotos, fumar como presidiario. Un día, incluso, lloré y mis lágrimas cayeron al sartén en el que me preparaba una milanesa. Una escena de dolor argentino que ya se la quisiera Telefé. Lloré también en casi todas las líneas del Subte –en la A, B, D y en la H- y en las líneas de micro 118, 65 y 50. Arriba de mi bici no derramé una sola lágrima, debe ser, en parte, porque sonarme la nariz no es compatible con la conducción, y en parte porque el pedaleo me produce tal felicidad que todo lo malo desaparece: el estrés, mi dolor de cuello, el tedio de las horas tristes. Andar en bicicleta transformaba el desamparo en poder, la determinación del destino en libertad. En los momentos muertos del taco miraba a los automovilistas y se me salía una sonrisa al pensar que la fragilidad de mi viaje me hacía ligera, que yo misma me manejaba llena de fuerza. Muchos conductores deben haber creído al verme que yo era una mujer muy feliz, porque en cada semáforo rojo me acariciaba los muslos como diciéndole a mis piernas: “gracias, chiquillas, ustedes nunca me fallen, ustedes nunca me dejen sola”.

Con el correr de las semanas llegó la etapa de la aceptación. Paseaba, estudiaba, escribía con la certeza absoluta de que todo esto era por una razón y que me llevaba a algo mejor. Y aunque sentía que me faltaba una parte de mi propio cuerpo, logré entender que aquella parte, para lo que venía, ya no me era necesaria. Llegué a sentir también que Amelié era un accidente francés en nuestro término, pero que nada de ella tenía que ver realmente con lo que nos pasó. La relación de diez años se acabó porque nuestro amor era débil, porque estábamos creciendo y en esos cambios ya no cabíamos en la vida del otro. Podría haber sido Helga de Alemania, Fiorella de Italia, Francini de Brasil e igualmente lo nuestro y la vida que conocíamos se terminaría en algún lugar de Buenos Aires.

Hace un mes entré en la etapa valentía. Necesitaba cerrar con coraje diez años de mi vida que no se merecían terminar por internet ¿Por qué si el amor se trataba del cuerpo, del sonido de las palabras, de su carne tierna, de mis huesos cortos, por qué todo eso, de pronto, se resolvía solo con teclear? ¿Cómo era posible que mi compañero, mi mejor amigo, se transformara en un texto sin rostro? ¿Qué hicieron Facebook, Whatsapp y Gmail en nuestras vidas para hacernos creer que el peso de un abrazo podría ser reemplazable por unos cuantos caracteres juntos, en una página sin poros, sin olores, sin sangre? En vista de eso me armé de valor y le escribí un día:

“Ey, listo, basta de pantallas y teclados, juntémonos a conversar”.

Dos horas después él llegaba a mi casa en Buenos Aires. Fue la conversación más triste y más valiente que hemos tenido. Pero eso no lo puedo contar todavía. Quedaban otras cosas por pasar.

Por estos días M. ya no es mi amigo en Facebook y solo en momentos de debilidad visito su perfil que escasamente me dice algo de él. Ambos procedimos a borrar a las familias del otro y a los amigos más cercanos que indirectamente podrían darnos noticias que no queremos saber. A veces una notificación al margen de la pantalla me indica que un contacto en común puso “Me gusta” en alguno de sus estados o lo veo etiquetado en una foto que me muestra su sonrisa. Ahora entiendo que Facebook no tuvo la culpa de nada. Los culpables somos nosotros, los humanos, que creemos que separados por una máquina podemos comunicarnos con cuerpos que laten sin enchufes. La vida real, la que importa, no está ahí. Nuestra vida juntos –esa que ya se acabó y que no volverá nunca, de eso estoy segura- prefiero dejarla lejos de internet, guardada en el recuerdo de mi piel con su piel, en lo hondo de la memoria de mi cuerpo.

Mirarle la vida a la gente en Facebook también ha perdido relevancia. Ya no parezco detective privado investigándole la existencia a nadie, fueron demasiadas horas perdidas, porque al final todo se definió en un viaje convertido en ruptura, en el que nos dimos cuenta que ni en este ni en ningún país del mundo había un pedazo de presente por compartir. Y aunque internet seguirá existiendo y lo usaremos para unir vidas o para separarlas, no habrá nada como escucharse la voz, rozarse suavemente el costado de las piernas y sentir cómo cae la frescura del atardecer mientras se toma un helado barato en una plaza cualquiera, sin pantallas de por medio.

Capítulo 5: Billie Jean

Los días siguieron más o menos iguales: mucho cigarro, avance en los estudios que vine a cursar a Buenos Aires, buenas amigas, revisar las nuevas actualizaciones del Facebook de M., de vez en cuando un llanto corto y callado escuchando a Spinetta. Siguieron también las fiestas.

En una de ellas, por fin, me gustó alguien. Era un chileno no muy alto, nariz recta, sombrerito con onda. De las seis horas que duró esa noche, debo haber pasado la mitad mirándolo. La otra mitad tomé fernet a ver si me ayudaba, después de tantos años, a comerme a alguien que me interesaba medianamente en una fiesta. Al cabo de mucho rato meneando las caderas con toda la cadencia que mi fluctuante ánimo permitía, terminamos en el mismo grupo, uno al lado del otro. Era mi oportunidad para decir algo inteligente, acariciarme el pelo y combinar la cuota justa de indiferencia e interés. En cuanto lo hice él se fue al segundo piso.

-Perdí el talento –me dije- ya no sé cómo se hacen estas cosas.

Me imaginé en los años siguientes pasando viernes y sábado acostada a las diez, comiendo aceitunas y viendo una serie. Me vi soltera por siempre, saliendo a tomar gin tonic con amigas como único panorama posible. Me observé, en ese momento, repitiéndome:

-Si esto es la soltería, no me está gustando.

Al rato él bajó y se puso a mi lado. Conversamos un par de palabras y de orgullosa me separé seis pasos y cambié de grupo. Como si el orgullo fuera a provocar algo en alguien para quien uno no es nadie. La noche y el alcohol comenzaron a ablandar la situación. El chileno de sombrero me miraba de tanto en tanto al empinar el vaso. Calculé en cuántos tragos más decidiría mirarme sostenidamente, hablándome con los ojos, y me di cuenta que me faltaban tres cosas: energía, tiempo y plata para esperar que eso sucediera. Conociendo los niveles de consumo de mis compatriotas y la timidez para creerse el cuento y conversar con una mina, concluí que aguardaban un par de horas, unos cuantos vasos y varios pesos argentinos de fernet, para entablar, siquiera, una conversación relativamente coqueta. Si eso pasaba –volví a calcular- el grado de borrachera hacía de esa posibilidad algo que, en caso de ser bueno, difícilmente recordaría.

Me puse la cartera, tomé a mi amiga y me fui. Al salir pensé dar la vuelta y mirarlo, como un último recurso para decirle “ven, que me voy”, pero ni siquiera eso hice. Ni la soledad lo valía.

En otra ocasión fuimos a ver una banda de cumbia. El lugar hervía en gente y especialmente en hombres. Ahí no hacía falta ser linda, ni inteligente, ni divertida. Bastaba con tener vagina para poder tocar y ser tocada. De conversar ni hablar, de sostener un momento entretenido de liviana complicidad, tampoco. El asunto era bailar entre mujeres, mirar a alguien y luego aceptar bailar en pareja. La velocidad del argentino era tal que una amiga bailó dos canciones con un chico y él le preguntó en el breve intertanto de tema y tema:

-¿A tu casa o a la mía?

Así de rápido. Así de vacío.

En esa fiesta bailé a regañadientes con un chico que a la vista no parecía gordo, pero que al leve tacto del baile se notaba blandengue. El hombre perseveró a tal punto que en un momento pensé en besarlo solo como premio al esfuerzo, pero tan solidaria no soy. Intentó, intentó, hasta querer bailar con las manos tomadas, como una salsa, una canción de The Doors: una cuestión impracticable pero en la que él insistía, y a cada forzosa vuelta que me daba punteaba mi pantalón como si yo, remotamente, me fuera a excitar con eso. En un momento el DJ me jugó una mala pasada y puso algo latino-romántico-para puntearse. Agradecí estar tan vestida porque de lo contrario ese joven me penetraba con ropa y todo. Me zafé de él como pude y al hacerlo sentí dicha. Así de malo era.

Casi cuando me iba y ya totalmente libre del bailarín insistente, llegó un tipo que yo conocía. Una amiga mía tuvo una breve historia con él el año pasado, pero me había contado lo suficiente: era un pelotudo. Se dirigió directo hacia mí y me sacó a bailar salsa. Yo, que prefiero los ritmos que no precisan de total coordinación con el otro, le adelanté muy poco sensual:

-Yo no sé bailar esto.

Él me respondió primero con palabras:

-Vos seguime.

Después lo hizo con el cuerpo. Me puso la mano bien abierta en la espalda y me demostró algo: ese hombre sabía.

No recuerdo haber bailado así con alguien. Su poder era tal que me conducía no solo con el torso, con las caderas, sino con los dedos de la mano. Cuando me pulsaba con el índice yo me acercaba; cuando movía el meñique yo daba la vuelta. Alcancé, por esos breves minutos, una conexión que ya había olvidado, porque con el único hombre que la sentía era con M. La salsa terminó, él me dio las gracias y se fue. Nada más que eso: una evidencia momentánea de que la comunicación con un hombre, con otro hombre, era posible.

Minutos después bailé una canción con otro chico. Una vez terminada nos separamos sin cruzar palabra. Los hombres pasaban ante mí como pasan las nubes cuando corre viento y al igual que con las nubes, no me quedaba con ninguno.

Sin mediar aviso el DJ cambió los ritmos latinos por uno muy distinto y que yo distinguí en el primer segundo. Al instante en que sonó la batería de Billie Jean, de Michael Jackson, yo dejé de necesitar a alguien y me basté a mí misma. Bailé con una soltura que hace años no sentía porque como ya era muy tarde y quedaba poca gente, tenía mucho espacio para mí. Ahora que lo pienso, estimo que me habré tomado unos tres metros cuadrados. O más. En el coro canté y cerré los ojos. Recordé cuántas veces quise salir sola y mi relación de mujer prácticamente casada desde los 18 años no me lo permitía con toda la frecuencia que yo deseaba. Evoqué varias fiestas en las que quise bailar sin M. y él insistía en abrazarme y sincronizarse conmigo como si estuviéramos unidos, mientras yo quería estar sola; por los dos minutos que durara la canción, sola. Pensé en todas las noches que rogué porque atrás de mí hubiera un vacío, un país de tres metros cuadrados de libertad. Ese día con Billie Jean gocé el espacio que quedó en mi espalda y que M. dejó sin preguntarme. Hice unos cuantos pasos ridículos, subí los brazos, me solté suavemente el pelo y me moví acariciándome la cabeza, el cuello, los hombros. Me desplacé como si la pista de baile fuera mía. Como si estuviera sola. Como si no me doliera estarlo.

Esa noche no me devolví con ningún hombre a mi casa, pero tampoco me devolví con M. Esa fue la primera noche que no soñé con él después de volver de una fiesta, invitándome al oído:

-Ven acá, corazón mío, ven a bailar.

Durante cuatro minutos y medio dejé de añorar su espalda y de sentir la respiración tibia de su sonrisa en mi cuello. Camino a casa, irremediable y satisfactoriamente sola, reemplacé su respiración por el viento que soplaba fuerte en esta ciudad y al menos por un rato dejé de sentirme incompleta. Porque ni el viento ni yo misma me iban a abandonar en un país distinto. Lo mío con el viento era para siempre. Lo único para siempre que probablemente llegue a tener.

A veces, cuando estoy triste, pongo esa canción en mi pieza y me muevo. Porque en esa fiesta, por el escaso tiempo que bailé sola, sentí que al igual que Michael Jackson en el video de Billie Jean, yo prendía las cerámicas del suelo con mis pasos. Y volvía a brillar.

Capítulo 4: 75%

cielo elqui

Nunca antes había vivido con gente desconocida. Siempre lo hice con familia, amigos, amigas, con M. Pero al salir del Cuchitril tuve que buscar rápidamente un hogar en una ciudad que aún me era extraña y con conocidos que podía contar con los dedos de las manos. Llegué a instalarme en un departamento en el barrio de Parque Patricios, con una amiga a la que había visto cuatro veces. La primera noche le conté mi historia de amor y desamor poniendo énfasis en todo lo bueno del último tiempo. Le hablé, por ejemplo, de nuestras últimas vacaciones en el Valle del Elqui, hacía solo cuatro meses antes del término. Narré con pasión que aquella vez pasamos los días alternando río, marihuana y atraques al aire libre. Las noches transcurrían entre fogata, asado, vino, marihuana y sexo bajo la luna.

-¿Fueron con amigos? –me preguntaba ella.

-Solos, los dos solos, no necesitábamos nada más –le respondí yo y se me iluminaba la cara, como si no necesitar nada más que a una persona fuera un logro. Ahora no sé si eso esté bien, pero en ese momento yo continuaba mi historia como si solo por recordarla pudiera conjurarlo todo:

-Elqui tiene un cielo con tantas estrellas que agobia. Las mirábamos acostados en la tierra y yo le decía a M. ¿No te pasa que al ver esto te preguntas qué ocurrirá en el espacio? ¿No te dan ganas de saber cómo será la vida en otra parte, si hay otras cosas muy distintas a estas? –él me replicó con algo que yo no esperaba y que se diluyó en el tiempo.

-Ya que te gusta tanto este cielo, V., en un tiempo más podríamos comprarnos un terreno en el Cajón del Maipo porque allá las noches son parecidas. Nos construiríamos una casa chiquita, al principio no tendríamos luz pero haríamos fogatas. Podríamos ir los fines de semana o los días que queramos ¿Te gustaría V.? ¿Te gustaría que tuviéramos este mismo cielo allá, arriba de nuestra casa?

Yo no supe qué responder. Era la primera vez en años que M. me ofrecía un pedazo de su futuro. Más tarde nos fuimos al centro del camping a una fiesta. Se acercaron a mí unos perros, yo los acaricié y me presenté:

-Me llamo V. ¿Cómo te llamas tú?

M. me volvió a invitar:

-Allá, en nuestra casa, podrías tener muchos perros con los nombres que tú quieras.

Solo respondí “es una muy linda idea, a uno, al más chiquito, lo llamaría Guante”. Desde ese momento no me importó el misterio del cielo del Elqui, ni la vida distinta que habría en el espacio. Me importaba solo el cielo que tendríamos juntos, la vida que ya conocíamos porque no necesitaba otra. Él, muy pronto, dejó de necesitar esa y la del Cajón del Maipo y todas las que no alcanzamos a imaginar pero que de todas formas ya no serían.

No mucho tiempo después, en el departamento de Parque Patricios, cuando M. había vuelto de su viaje en el que conoció con otra persona los lugares que íbamos a conocer juntos, le recordé por internet ese momento. Apelé a ese ofrecimiento de futuro porque quizás, con el remezón que todo viaje produce, se había olvidado que hace días él veía una vida que no sabíamos hasta cuándo duraría, pero que era conmigo. Y a pesar de que puse todo el talento que aún me quedaba, todas las palabras que usé para conquistarlo en tantos mails, nada de eso fue suficiente. El cielo, la casa y mi perro Guante, se desvanecieron como fantasmas.

Mientras él viajaba yo vivía mi propia vida en Buenos Aires. Como desconocía lo que pasaba en su nueva vida no me costaba demasiado la mía. La amiga que me llevó a su casa muy pronto se devolvió a Chile y me quedé viviendo con sus compañeras. A poco andar se convirtieron en mi familia. Tanto que para el cumpleaños de mi mamá –que murió cuando yo tenía catorce y que, por lo tanto, no tenía nada que ver con ellas- prepararon una cena y compraron flores. Esa noche mi nueva casa olía igual que mi infancia. Fue muy triste y lindo al mismo tiempo, como toda mi estadía acá.

El departamento quedaba en un barrio no muy alejado del centro de la ciudad, pero bastante distinto a los sitios turísticos a los que llegan los extranjeros. Si bien nuestra casa estaba sobre una avenida principal y era tranquila, en los alrededores se emplazaban sectores un tanto peligrosos. En la ingenuidad que da el desconocimiento nunca me sentí insegura. Atravesaba la ciudad en bicicleta hasta mi casa a cualquier hora, con la convicción de que nada me pasaría. Aun así la gente me decía que tuviera cuidado, que no anduviera mucho sola, que no transitara tarde. A mí, la verdad, me importaba muy poco todo. Nuestra casa era apacible. Su decoración parecía escogida por una señora de los años 70, con un gusto nada juvenil y sí muy familiar: las paredes eran verde musgo, las cortinas floreadas en tonos pastel, el papel mural tenía rosas dibujadas. Yo dormía en lo que alguna vez funcionó como el cuarto de servicio: una habitación minúscula que daba hacia la cocina, como si ese fuese el lugar natural que una mujer debía ver y habitar al comenzar su día. Mi colchón estaba en el suelo, mi ropa en una mochila y mis certezas botadas en algún lugar de Buenos Aires. Muchas veces mirando el techo, recostada sobre la cama improvisada, me pregunté: “¿qué mierda hago acá?”, “dónde está M.”. Llegué incluso a cuestionarme seguir en Buenos Aires porque este viaje era con él y sin él no entendía que sentido tenía estar lejos de mi país, de mi familia y de mis amigos. Con el tiempo, por suerte, me di cuenta que este era el lugar perfecto para vivir la ruptura y que aunque sentía que me faltaba un miembro de mi propio cuerpo, manca, coja o ciega, estas eran las calles que debía transitar.

Al volver a vivir con amigas, como lo había hecho hace unos años atrás, volvieron también las dinámicas de esos espacios: conversar horas (muchas veces sobre el amor), fumar y tomar a cualquier hora del día y bajo cualquier pretexto, leernos el horóscopo solar, ascendente y lunar para encontrar las respuestas que nuestras propias vidas no nos daban –o que no queríamos encontrar- y, por sobre todo, ir a fiestas.

Salíamos viernes y sábado. A veces también los jueves. Llegábamos, casi siempre, cuando despuntaba el amanecer o bien entrada la mañana. De varias de esas fiestas no recuerdo mucho las horas finales. Lo que sí recuerdo es que no me gustaba nadie. Miraba hombres y miraba lo que hacían los hombres y todo me parecía burdo, superficial, aburrido. Cuando me preguntaban qué hacía yo, resumía en tres palabras sin intención de deslumbrar a nadie. Todo lo contrario, hablaba en lenguaje de Curriculum, seca, sin motivación y a los cinco minutos quien me había preguntado se había ido y lo veía abordando a otra chica.

Una noche terminé en una fiesta con el amigo de un amigo. La música no me gustaba y las luces me ponían nerviosa. Las mujeres lucían minifalda en pleno julio y yo jeans, pantys de polar y zapatillas. Las conversaciones eran intrascendentes y casi no se podía escuchar lo que el otro decía. Yo solo veía que los labios de mi acompañante se movían y fingía interesarme sonriendo. A los tres vasos de fernet ya estábamos en un rincón besándonos. Yo no abría los ojos porque me mareaba. Solo atiné a pensar cuándo me dijo “vámonos a mi casa” y respondí que sí.

Llegamos a su departamento al alba. Yo me debatía entre vomitar en su baño y dormir bien o acostarme con él haciendo como que lo disfrutaba, arriesgándome a vomitarle encima. Mi ropa hedía a cigarro y le pedí que me prestara algo para dormir. Me pasó la camiseta de algún club argentino que no sé cuál era y que en cualquier otra circunstancia habría preguntado por él, en qué división jugaba, qué torneos había ganado, pero en cambio me la calcé y corroboré lo que en ese momento importaba: sí, me había depilado días antes.

Prefiero no describir esa noche. En parte porque no me acuerdo mucho; en parte porque no vale la pena. Solo puedo decir que al otro día una muy buena amiga de Chile me escribió y me preguntó:

-¿Y, cómo estuvo?

-75% -le respondí yo.

-¿Y eso que significa?

-Que se le paró tres cuartos y no pudimos ponerle el condón.

Podría decir que esos primeros meses los viví al 75%. Disfrutaba tres cuartos del día –un libro, una conversación, un viaje en bici- pero siempre una fracción de todo eso quedaba suspendido en un lugar entre el goce, la duda y la pena absoluta. A veces salía de mi casa convencida de que todo estaba bien y al llegar veía una actualización del Facebook de M. que a pesar de haber estado en internet no me había escrito. En otras ocasiones despertaba angustiada, enrollándome un cigarrillo de tabaco antes del desayuno, y la noche finalizaba conversando con alguien que hasta hace dos meses no era nadie, y en ese momento, me hacía creer que había gente que se iba y otra muy buena llegaba. Las fiestas también eran al 75%. Bailaba, conversaba, me reía. Pero en algún momento quería que M. me preguntara “¿dos o tres hielos en tu vaso?”, “ven acá que se te corrió el labial”. Al llegar a mi cama en el suelo oscilaba entre la satisfacción de haber visto el amanecer, riendo con mis amigas en una calle cualquiera de Buenos Aires y el vacío que me dejaba no tenerlo a él ofreciéndome un té como los que tomábamos siempre al llegar de madrugada.

Con los meses entendí que el resto, el 25% restante, nunca volvería, o al menos no en la forma conocida. Comprendí que fue bueno quedarme, que he aprendido, que he disfrutado, que todo esto tenía que pasar, pero que algo parecido a un cuarto de mí se murió en esta ciudad, que por más que lo busqué nunca más pude encontrarlo. Y que si algún día lo hallo ya sé dónde lo voy a enterrar y será en ese río, bajo ese cielo lleno de estrellas, que auguraron que una vida distinta, oscuramente desconocida se nos venía encima.

Capítulo 3: El desamor es como el fútbol

PITAZO FINAL

Esa última conversación, la de la ruptura, fue un día después del partido con que debutó Argentina en el Mundial de Brasil 2014. Vimos ese juego en el Cuchitril y yo sentía que todavía había patria, porque M. insistía en que algún punto de su cuerpo se tocara con el mío: a veces la mano, el pie, la cabeza, algo. De todas formas no fue un gran panorama. Seguimos el partido por internet y escuchábamos los gritos de gol segundos antes de verlo, por el desface con la transmisión de la TV. Los argentinos alentaban afuera:

-¡¡¡Gooooooool, la puta madre que te parió!!!

Ahí sabíamos que Argentina había convertido y luego lo veíamos en la pantalla del computador. El partido no tenía sorpresas. Nosotros tampoco.

Publiqué eso en Facebook, contando brevemente cómo eran nuestros días en esta ciudad en tiempos de Mundial. A él no le gustó la indiscreción y al día siguiente sucedió el desastre.

Llegué ese lunes en la noche después de asistir a la Facultad y el Cuchitril hedía a término. Me dijo que no estaba feliz, que no había alcanzado a extrañarme. Que llevábamos casi diez años y que podía seguir otros diez, pero no sabía si era lo que quería. Que no conocía nada más que a mí y que en los dos meses que pasó solo se dio cuenta que había otra vida y que tal vez era buena. Me dijo que todo su crecimiento había sido al alero mío y que quizás ya era hora de crecer solos. Me dijo que me quería, que le iba a hacer falta, qué no sabía qué hacer.

Le creí todo, aunque con el correr del tiempo, sabría que faltaba una parte.

A pesar de eso vi mucha sinceridad en sus ojos. Lo encontré un hombre grande, justo lo que yo siempre había esperado de él, un hombre que estaba dispuesto a estar solo a cambio de encontrarse y saber lo que deseaba. Aunque suene raro, me sentí orgullosa, porque pensé “creció, ya no me necesita y uno no debe aferrarse a lo que ya no necesita”.

Por eso no puse resistencia, solo asentí. De alguna manera era lo que yo muchas veces había pensado y ahora él, que siempre temió dejarme -porque toda su vida era conmigo, porque le gustaba, porque era un niño- estaba dispuesto a aventurarse en lo desconocido.

Nos pusimos de acuerdo en quién dejaría el Cuchitril, cómo lo haríamos con la cuentas, dónde buscaríamos un lugar para vivir, esta vez y en otro país, separados.

Más tarde lloré unas cuentas lágrimas espesas en el baño. Eran tan gruesas que apenas me rodaban por la piel. Tuve que impulsarlas para que cayeran. Me acuerdo que salté como cuando uno se sacude para quitarse la arena, hasta que logré desprenderme de ellas. Supe, de ahí en adelante, que aunque costara tendría que sacudirme de muchas cosas más. Me metí en la cama, él apagó la luz y dormí. Esa noche tuve un sueño.

LOS DESCUENTOS

Me fui del Cuchitril con la ropa justa para los primeros días. No lo hice pensando que habría solución; algo adentro me decía que debía cargar la mochila con cosas suficientes para toda la vida, porque la vida con él ya se había terminado. Volví el viernes, era feriado y Buenos Aires brillaba bajo un día soleado, una primavera de junio. Hablamos brevemente en paz, sin violencias ni recriminaciones. En sus palabras había un futuro confuso pero del cual yo no era parte.

A pesar de eso, o justamente por eso, lo invité a pasar el día juntos:

-Salgamos, afuera hay un sol que ilumina.

No tardó dos minutos en decirme que sí.

Ese fin de semana fue lo que fuimos nosotros: goce. No fuimos nunca ni mucha reflexión, ni mucha proyección, ni, quién sabe, mucho amor. Fuimos puro goce, puro disfrute. Por eso si cuando uno se muere es verdad que ve la película de su vida, en la mía yo vería varias veces a M.

Vería su cara ese día atravesando Buenos Aires conmigo, para tener las últimas horas sabiendo que aunque terminábamos, lo pasaríamos bien. Porque así éramos nosotros: lo pasábamos bien incluso cuando había que pasarlo pésimo, horrible.

Nos vería a nosotros fumando marihuana en el Cementerio La Recoleta, riéndonos hasta de la muerte, la de otros y la nuestra.

Nos vería a nosotros de bar en bar esa noche, mirándonos como tantas otras veces, de reojo, sonrientes, esta vez intuyendo que nos despedíamos.

Nos vería en la cama con sabor a fernet en la boca y las manos ágiles, apuradas, despiertas, con la experiencia de diez años y con el vértigo de una última vez.

Lo vería a él encima bajándome el sostén con los dientes. Mordiéndome con medida violencia, experto en los límites de mi placer, conocedor de la línea delgada que éste tiene con el dolor, equilibrándose en dejarme entera o sacarme de cuajo un pedazo de carne.

Vería las luces de Buenos Aires entrando por los vidrios rotos del Cuchitril, iluminando a contraluz una hebra delgada de saliva que unía su boca con mi pezón.

Ese fin de semana lo vería casi entero.

El sábado seguimos en lo mismo: fútbol, pizza, fernet, cuerpo. Durante la tarde partimos a ver el segundo partido de Argentina -esta vez con Irán- a Parque Centenario, donde había una gran pantalla al aire libre. La convocatoria no nos permitió entrar, el anfiteatro se rebalsaba de argentinos que gritaban como si fuera la cancha. Partimos a buscar un lugar para ver el partido y encontramos el mejor: la calle. Nos sentamos junto a los vendedores ambulantes del Parque en unas bancas. El mate corría y el que vendía churros le dijo al que vendía antigüedades:

-Si ganamos hoy, te rompo la boca a besos, bombón.

La gente reía y aplaudía la promesa. Nosotros, por mientras, sentíamos que vivíamos el Mundial en la argentinidad misma y además estábamos juntos. Justo lo que habíamos planeado antes de venir.

En la noche terminamos como siempre: conversando de todo en un bar, riéndonos en esa forma de volver a la infancia que es la embriaguez. Nos tocábamos la espalda, los pies. Nos despedíamos. Fuimos, ese último día sábado, el choque de dos corrientes de algo acuoso –sudor, sangre- que volvían a juntarse para fluir como siempre y como nunca más.

Al día siguiente, un domingo, terminé de hacer mi mochila. Cuando estaba a punto de cerrarla, me interrumpió:

-¿Y si te quedas? No estoy seguro de que esto sea una buena idea –me miró fijo- mejor no te vayas, corazón, no te vayas.

Yo, que conocía esos ojos, no vi en ellos ganas, sino falta de quietud, miedo. Si tuviera buen olfato podría haber olido en él el aroma que exudan las bestias cuando están temerosas porque no saben qué, pero algo cercano a la muerte se les viene. No tengo buen olfato, pero sí voluntad y no quise quedarme con un animal asustado.

Me cargué la mochila y partí.

-Además –le dije antes de cerrar la puerta- si nos queremos nos podemos volver a buscar.

Él sabía que no pasaría. Por eso su temor.

LOS PENALES

Una semana después nos volvimos a encontrar. La cita era en la estación de trenes de Constitución porque yo vendría de La Plata, donde vería el partido de Chile con Brasil. Ese partido.

Los 120 minutos transcurrieron para mí, a una hora de Buenos Aires, en una nube de marihuana como hace tiempo no veía. Fumé tanto que ya me costaba enfocar en la pelota. Recordé, sin embargo, que en el Mundial anterior al ser eliminados por Brasil, M. había dicho:

-El 2014 nos va a tocar de nuevo con estos brazucas culiaos y los vamos a eliminar en su propia casa a los chuchesumadre.

Cuando me acordé de eso pensé “va a pasar y ese triunfo futbolístico será el presagio de nuestra propia victoria”. Por alguna razón extraña quise ver en el fútbol el trazado de mi relación y si ganábamos –pensaba yo- nosotros también ganaríamos. Seríamos una pareja joven, que se conoció casi de niños y que podían hacerlo todo, porque si Chile le ganaba a Brasil entonces podíamos seguir y jugar los últimos minutos y descansar y luego reanudar el juego, con el cansancio alegre de cuando el cuerpo y la voluntad corren detrás de un objetivo redondo y esquivo, pero que hace moverse. Eso creí yo. Que la vida era Brasil y que nosotros éramos Chile y que a punta de aprendizaje, esfuerzo y placer meteríamos el mejor gol de todos los tiempos: quedarnos juntos.

No pasó, pero puedo decir que pocas veces viví un partido así. En los tres mundiales que he visto participando a mi país, no tengo en mi memoria haber sentido ese orgullo de ver a la selección jugándole un partido a la muerte, llena de vida. Estando lejos, además, sabía que en el momento en que yo me paraba de la silla y me agarraba la cabeza, mi familia, mis amigos, M., estaban haciendo exactamente lo mismo. Yo, que esos días me sentía irremediablemente sola, volví en esos 120 minutos a ser millones. Imaginaba a mis sobrinos gritando “Gol, papá, gol”, porque para ellos cualquiera que pase de la mitad de la cancha ya la puso adentro. Pensaba en mi viejo que no siente fanatismo por nada, pero que cuando ve un trabajo bien hecho, de esos que le gusta hacer a él, lo aplaude con respeto y admiración. Veía a M. puteando, sentándose, parándose, tapándose la cara, vibrando como ya no lo hacía conmigo. Peor todavía, me observaba a mí pensando: “si Neymar no la toca es porque somos buenos y no todo está perdido”. Neymar la tocaba y corría veinte metros en pocos segundos. Mis compañeros chilenos y drogados sufrían espasmos cuando eso ocurría. Yo volvía: “Si Pinilla entra y mete un gol es un buen augurio y con M. tendremos una segunda oportunidad, porque si Pinilla se rehabilitó de ser un borracho ¿por qué nosotros no podremos rehabilitarnos de una crisis?”. Pinilla, efectivamente, entró y se perdió el gol que lo habría llevado a la gloria.

Puse mis últimas energías que homologaban el amor al fútbol en los penales. Nos ubicamos todos abrazados en fila, igual que un equipo en la cancha. Ya nadie fumaba, nadie tomaba, solo nos inclinábamos hacia delante como si portáramos adentro la energía del balón. “Si metemos este –pensaba yo- querrá decir que lo que antes parecía imposible, es real, porque si Chile cambió y ahora es esto, nosotros podemos ser otra cosa, juntos, siempre juntos, pero otra cosa”. En eso Jara erró el último penal y terminó de golpe con nuestro paso por el Mundial y con mi esperanza amorosa.

La comparación entre el amor y el fútbol, dirá quien no crea en estas cosas, fue una estupidez. Una posibilidad, dirá alguien como yo que cree que el fútbol, como todas las cosas grandes, se mueve con los mismos hilos con que se mueve la vida.

Después del partido viajé en tren de La Plata a Buenos Aires. M. me esperaba en Constitución.

-Nunca te había visto tan triste por perder un partido –me dijo extrañado.

-Es que este era uno muy importante, el más importante –le respondí tratando de decirle con los ojos que este era nuestro partido y que lo estábamos perdiendo.

Ese día no hubo recorrido por bares, ni risas, ni cuerpo. Nos estábamos yendo de la cancha, así, sin más.

Me despedí al día siguiente con un abrazo y me monté mi bicicleta. M. me miraba como si por mucho tiempo no fuera a verme. Pocos días después supe que se había ido al norte a viajar. Era, según yo, un viaje que haría solo en el cual se daría cuenta lo mucho que me quería. Me equivocaba: ya no me quería tanto. Y no se fue solo.